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Charles Eisenstein

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La revolución de la extinción y la revolución del amor

July 22, 2020 by Charles Eisenstein

July 2020
Gracias a anna angulo para esta traducción. Hay una versión en inglés de este ensayo.


1. Ninguna demanda es suficiente

Al contrario de lo que pueda parecer, Extinction Rebellion no trata sobre cambio climático. La cuestión del clima es más bien un vehículo para la expresión de un anhelo más profundo. Greta Thunberg y los activistas climáticos encarnan el rechazo a un sistema entero que va en contra de la vida. «Me niego a ir a la escuela. No voy a participar en esto. No quiero ser parte de este esquema.»

La emergencia climática encauza un rechazo intuitivo e inarticulado hacia el proyecto civilizatorio tal y como lo conocemos hoy en día. Podemos enfocarnos en él como la fuente de todo mal. Canaliza la aspiración revolucionaria de cambiarlo todo. Sin embargo, si mañana al despertar nos dijeran que la ciencia estaba equivocada y que la temperatura global ya se estabilizó, la energía que da impulso a los activistas persistiría, porque saben que el reto al que se enfrenta la humanidad no se trata de seguir como hasta ahora pero usando energía limpia. El «seguir como hasta ahora» no está funcionando, y cambiar de combustibles no lo va a cambiar. Los activistas de hoy, al igual que los pacifistas radicales de los 60, al igual que los manifestantes en contra de la globalización en los 90, al igual que el movimiento Occupy Wall Street, no quieren reformas modestas. Saben que las reformas modestas no son suficientes. Reconocen, conscientemente o no, que el ecocidio es una característica intrínseca y no un error salvable del sistema socioeconómico actual. Saben que podemos hacer mucho más que conformarnos con un mundo de constante pobreza, desigualdad, guerra, violencia doméstica, racismo y destrucción del medioambiente. Y saben que cada uno de estos factores genera y alimenta a los otros.

En otras palabras, la pregunta no es si nuestra civilización actual es sostenible. La pregunta es: ¿queremos seguir sosteniéndola? ¿No será posible algo mejor?

El octubre pasado tuve la oportunidad de hablar en la inauguración de la concentración de Extinction Rebellion en Berlín, y me atreví a conjeturar cuál es la razón de ser del movimiento. Lo que en el fondo queremos, dije, es que la humanidad vuelva a reconocer que la naturaleza es sagrada. Lo que realmente queremos es transformar la sociedad de dominio en una de participación, la conquista en co-creación, la extracción en regeneración, el daño en el cuidado, y la separación en amor. Y queremos efectuar esta transición en todas nuestras relaciones: económicas, ecológicas, políticas y personales. Por eso podemos decir que el amor es la revolución.

No es fácil traducir este objetivo en demandas políticas claras. Cada demanda que hacemos es o demasiado pequeña o demasiado grande. Si se puede concebir desde la política, la demanda es demasiado pequeña. Si está dentro de lo que las autoridades políticas pueden o están dispuestos a implementar, si encaja en el mundo político actual, es porque no requiere un cambio fundamental. En el mejor de los casos, estas demandas alivian algún síntoma, o sugieren una posible dirección hacia donde dirigirnos. En el peor caso, nos hacen cómplices del canto fúnebre que acompaña la marcha de la muerte del planeta.

Por otro lado, si nuestra demanda es proporcional a la magnitud del cambio que queremos ver, entonces por favor que alguien me diga a quién se le puede hacer este tipo de demanda. Es como si pensáramos que la economía industrial global y todo el aparato que la rodea es un tren de carga y podemos simplemente pedirle al maquinista que pare. Las élites corporativas y políticas están tan desamparadas como el resto del mundo, sujetas a fuerzas más allá de su control y de su entendimiento. Lo que de verdad queremos, ese mundo mejor que nuestros corazones saben que es posible, y cuya potencialidad sin realizar seguirá instigando nuevas rebeliones con cada generación, está mucho más allá del poder de cualquier autoridad. Esto no significa que no sea posible, ni que no podamos hacer nada para ayudar a que suceda. Pero tal vez lenguaje de la demanda no sea el apropiado.

El sistema basado en la combustión fósil está en auge. Se entrelaza con todos los aspectos de la vida moderna, desde la medicina hasta el transporte, la industria y la vivienda. Todos los activistas debemos de entender que pedir que pare el consumo de petróleo es pedir que cambie todo, y que esta demanda es imposible de cumplir. El objetivo de la demanda no es imposible: estamos aquí para cambiarlo todo. Pero no se puede formular como demanda, porque no existe nadie con la capacidad y el poder de cumplirla.

Los poderes actuales ni siquiera pueden cumplir con las demandas bien articuladas de Extinction Rebellion. Mira lo que sucede cuando los gobiernos aumentan los impuestos a las petroleras. El aumento del precio del combustible causa disturbios y protestas por todo el mundo, desde Francia hasta Ecuador, Indonesia o Zimbabue, y los gobiernos tienen que capitular o mandar al ejercito o a la policía a las calles para detener las protestas. (Por lo general terminan haciendo las dos cosas, ya mantener el precio del combustible como estaba no es suficiente para apaciguar el profundo malestar de la gente.) Los combustibles fósiles están tan integrados a la sociedad global que eliminarlos implica una disrupción total. Y tampoco es cosa de hacer la transición a energía solar, eólica, biomasa, o tal vez aplicar tecnologías de captación de carbono y de geoingeniería para bajar los niveles de carbono y seguir como hasta ahora. No. El problema de la intermitencia de las energías renovables, las leyes de uso de tierra, y las limitadas reservas de minerales preciosos hacen que este cambio sea inviable. Pero incluso si fuera posible seguir como hasta ahora, ¿es eso lo que queremos?

Si planteamos cualquier cosa como una demanda, seguimos atrapados en las mismas relaciones de poder existentes. Lo que podemos lograr se limita a las demandas que pueden cumplir aquellos que están en el poder, y en consecuencia los vemos como el enemigo cuando no pueden cumplir con nuestro ultimátum.

Una demanda implica una amenaza: «Haz lo que te pido, o de lo contrario…» Cuando exigimos algo imposible de cumplir a alguien y encima lo amenazamos con violencia o al menos con una gran molestia, nos hacemos de un enemigo. Los movimientos que funcionan así tienden a desaparecer con el tiempo, no a crecer. Se transforman en un pequeño batallón de mártires idealistas, alienados de la gente que están tratando de salvar e incapaces de lograr resultados tangibles. Es un patrón que hemos visto repetirse una y otra vez: la policía ratifica a los idealistas con algún acto de brutalidad con la excusa de mantener el orden, y entonces el debate se desvía. ¿Fue justificada la violencia de la policía? ¿Se puede justificar la violencia? ¿Quiénes son los buenos y quiénes los malos? La protesta se vuelve el centro del asunto, en vez de la razón por la cual se protesta. Los que protestan utilizan cada episodio de violencia de la policía como una palanca para poner de su lado a la opinión pública: «Nosotros somos los buenos de la película, porque miren lo horrible que es el gobierno«. Entonces empieza una guerra de medios, la lucha para controlar la narrativa. Dentro de sus respectivas burbujas mediáticas y las cajas de resonancia de sus redes sociales, cada facción se convence más y más de su propia virtud y de la bajeza moral del otro. Y así las dos partes representan su papel en este drama arquetípico que llamamos guerra, y asumen la vieja idea de que la clave para resolver cualquier conflicto es vencer al enemigo. Se progresa peleando, hay que luchar para ganar. Claramente, esta mentalidad de conquista subyace en el ecocidio de nuestra civilización.  Necesitamos otro tipo de revolución.

Establecer un determinado grupo de enemigos para resolver una crisis es cómodo. Reemplazamos un objetivo que no sabemos cómo lograr (cambiarlo todo) con uno que sí podemos (derrocar a un líder, a un gobierno, tomar el poder). Así es como la ilusión del poder desvía la energía revolucionaria hacia objetivos menores. Si el maquinista no para la máquina, siempre podemos arrojarlo del tren y parar la máquina nosotros mismos. Pero probablemente, como casi todos los revolucionarios, nunca lograremos acceder al control del tren. Y en el improbable caso de que lo consigamos, y nos encontremos en la sala de máquinas, seguramente seamos tan incapaces de pararlo como el conductor anterior.

Todo esto no quiere decir que haya que tirar la toalla e irnos a casa. Hay que tener esperanza. La verdadera esperanza no es una negación ilusoria de la realidad, sino la premonición de una posibilidad real. Para alcanzar esta posibilidad, es necesario romper el círculo vicioso de «problema-solución» en el que cada solución genera el mismo problema, pero con otro disfraz. El diagnóstico convencional del cambio climático es en sí mismo parte del problema, y por lo tanto, también lo son las soluciones que se proponen. Si rompemos ese círculo vicioso, tal vez lleguemos a la conclusión de que necesitamos otras demandas, o más importante aún: tal vez encontremos formas de abordar esta crisis que se salgan completamente de la mentalidad de la demanda.

2. La exclusión y el reduccionismo del carbono

La incapacidad de nuestros líderes para hacer cambios significativos es un reflejo de la incapacidad del público. Escuché la historia de unos manifestantes londinenses que lograron detener un tren del metro. Sin duda, la idea que les motivó es que cualquier inconveniente sufrido por los pasajeros es insignificante comparado con la salvación de la raza humana. ¡Necesitamos una acción impactante! ¿Qué les parece un boicot general de todo el transporte público? Los usuarios del metro no los apoyaron con gran entusiasmo, claro. Uno decía: «¿Y qué tal si yo estoy en camino al hospital? ¿Has pensado en eso?» Muchos pasajeros eran gente que se dirigía a sus trabajos, de los que dependen sus familias. En mayor o menor medida, la mayoría de las vidas de las personas están vinculadas a esta máquina de destrucción planetaria. No tiene sentido apelar a la virtud individual para persuadirlos a usar menos, quemar menos y viajar menos, cuando estamos inmersos en un sistema que requiere que usemos, quememos y viajemos para sobrevivir.

Las tácticas disruptivas alienan a las personas que las sufren, y les dicen: «Lo siento, pero te vamos a sacrificar por La Causa», y «estamos aquí para salvarte, te guste o no». Actuando de este modo, los activistas crean la misma relación con el público que ellos tienen con las autoridades: nosotros de un lado, ustedes del otro.

¿Se les ocurren otros contextos en los que algunos seres humanos se tienen que sacrificar en contra de su voluntad por el bien mayor? ¿Contextos en los que ciertas personas se interponen en el camino del progreso? ¿En los que se anula la libertad de alguien sin su consentimiento? Esto no quiere decir que haya que obtener el consentimiento de todos los afectados antes de iniciar una acción de protesta. Simplemente es cosa de tenerlos en cuenta. Pausar un momento para ver el mundo a través de sus ojos, y tratar de entender su experiencia de vida. Eso es la empatía. La empatía desaparece cuando la niebla del juicio empaña el corazón.

Otro elemento que provoca desconfianza hacia los activistas es la superioridad moral intrínseca en su llamamiento a la virtud personal de los otros. Si nuestro activismo y nuestro estilo de vida orgánico y ecológico nos hace sentirnos virtuosos, si nos consideramos dignos de aceptación y de pertenencia en las filas de los que tienen la razón, estamos excluyendo a todos los demás, que pasan a formar parte de los inmorales, los ignorantes y los equivocados. Cuanto más nos empapemos del perfume de la superioridad moral, más apestaremos a santidad. En lugar de separarnos de los otros con nuestros juicios implacables, seríamos más eficaces si intentáramos comprender de verdad, con profundidad, la totalidad de las circunstancias de aquellos a quienes juzgamos. Esto se llama inclusión. Y es la puerta de entrada a una revolución del amor.

Este rechazo que genera el movimiento medioambiental en gran medida es el resultado de reducir «lo verde» a la contabilidad de la huella de carbono, una peligrosa simplificación que deja afuera a muchos seres, incluyendo seres humanos, que no parecen «contar». ¿Cuál es la huella de carbono de las ballenas? ¿De las tortugas? ¿De los que no tienen hogar? ¿De los presos? ¿De los ruiseñores? ¿De los búhos? ¿De los lobos? ¿Cuándo vamos a darnos cuenta de que los seres que excluimos son los más importantes? ¿Cuándo aprenderemos que estamos todos juntos en esto? Esta no es una revolución en la que hay que sacrificar a algunos seres por La Causa de salvar al mundo; es una en la que reconocemos que la sanación vendrá a través de la valoración de lo devaluado. Después de todo, no hay nada más excluido, enajenado y desvalorizado que la naturaleza misma. Valorar a los seres en términos de carbono, en una cantidad mesurable y sujeta a los análisis habituales de costo-beneficio, no es muy diferente a valorarlos en términos de dinero. Todos y todo lo que quede fuera de esta contabilidad regresará a atormentarnos, porque lo cierto es que todos son esenciales para crear y mantener las condiciones necesarias para que prospere la vida.

¿Qué es lo que devaluamos cuando contabilizamos la huella de carbono? ¿Qué es lo que no contamos? Para empezar, los ecosistemas. Para ampliar las tecnologías de «energía verde» como paneles solares, baterías, turbinas eólicas y vehículos eléctricos, se requeriría una expansión enorme de la minería. A veces se nos olvida lo que significan las grandes operaciones mineras. No son un hoyito en el suelo. Aquí va una descripción de la mina de plata Peñasquito, en México:

Cubre casi cien kilómetros cuadrados. La escala asombra e impresiona: un extenso complejo a cielo abierto arrancado las montañas, flanqueado por dos vertederos de residuos de casi dos kilómetros de largo cada uno, y una presa de relaves llena de lodos tóxicos retenidos por una pared de once kilómetros de diámetro y tan alta como un rascacielos de cincuenta pisos. Esta mina producirá 11.000 toneladas de plata en diez años antes de que sus reservas, las más grandes del mundo, se agoten.

Para que la economía mundial haga la transición hacia las energías renovables, necesitamos unas 130 minas más de la misma escala que Peñasquito. Eso solo para la plata.

Y después necesitamos más minas similares para satisfacer la demanda de cobre, neodimio, litio, cobalto y otros minerales imprescindibles para estas tecnologías de energía renovable. Cada una de esas minas causa un daño incalculable a los bosques y otros ecosistemas, envenena los mantos freáticos y genera grandes cantidades de desechos tóxicos. Y para acompañar a la devastación ecológica, también generan miseria social, y una geopolítica igual a la de la extracción de petróleo. Sin ir más lejos, ahí está Bolivia y su golpe de estado disfrazado de levantamiento, un país con unas enormes reservas de litio que el presidente derrocado, Evo Morales, planeaba nacionalizar.

Las otras tecnologías principales de energía renovable, la hidroeléctrica y la biomasa, cuando se producen a escala industrial, son tal vez incluso más dañinas que la minería desde el punto de vista ecológico, porque destruyen los ecosistemas a gran escala y desplazan a miles de personas. Esto no puede ser lo que los ecologistas tenemos en mente: convertir la biota de la Tierra en combustible y sus ríos en centrales eléctricas.

A quienes se preocupan por este planeta, yo les ruego que tengan cuidado con lo que desean. Tengan cuidado de no hacer las demandas equivocadas, las demandas que no cambian nada y que pueden causar más daño que bien. Tengan cuidado con las soluciones rápidas por las que están presionando con urgencia. Algunas de ellas podrían exacerbar el problema, y si se pueden negociar con el poder establecido es porque no son una amenaza real para el sistema.

Sin duda, la extracción de combustibles fósiles causa daños terribles en la tierra y el agua, independientemente del CO2 que después se produce al consumirlos. Tal vez sea momento de poner nuestros esfuerzos no tanto en rechazar las emisiones de carbono (y aceptar los daños colaterales de las «energías verdes»), sino de pensar en términos de un ecocidio y rechazar tanto los combustibles fósiles como los daños colaterales. Se trata de evitar ambos males, y de establecer un estándar nuevo y muy diferente de lo que cuenta como «verde».

Es hora de posicionarse para una cambio más profundo de lo que las métricas de carbono pueden abarcar. ¿Qué tipo de cambio se requiere para darnos cuenta de que el ecocidio es justamente lo que la palabra implica: un asesinato?

En gran medida, las causas profundas del cambio climático son las mismas que las de la violencia, la injusticia y el deterioro ecológico que acosan el planeta. Algunos dicen que la causa es el capitalismo, pero los antiguos países socialistas eran tan rapaces como los países capitalistas, si no más. Yo propongo que la causa fundamental del ecocidio es la historia mundial de la civilización moderna. Yo la llamo la Historia de la Separación: la historia que me mantiene separado de ti, a la humanidad separada de la naturaleza, al espíritu separado de la materia, y al alma separada del cuerpo; que sostiene que la plenitud y la conciencia del ser son la provincia exclusiva del ser humano, cuyo destino es por lo tanto elevarse y dominar sobre las fuerzas mecánicas de la naturaleza para imponer la inteligencia en un mundo que no la tiene. La Historia de la Separación es el sostén del capitalismo tal y como lo conocemos. Es el andamio de todos nuestros sistemas. Refleja la psicología de adaptación a estos sistemas. Cada elemento (historia, sistema y psicología) perpetua a los demás. La primera demanda de Extinction Rebellion es que el gobierno diga la verdad sobre el cambio climático, pero, ¿sabemos siquiera cuál es la verdad? ¿Quién está listo para decir la verdad, que la Tierra está viva? ¿Que la causa de la degradación ecológica se encuentra en las historias y mitos más profundos que la civilización se narra a sí misma? ¿Quién está preparado para decir la verdad: que lo que esta crisis requiere de nosotros es una transformación total, una iniciación hacia una nueva forma de civilización?

3. La Tierra Viva

Un rito de iniciación comienza con una crisis que disuelve lo que sabías y lo que eras. De los escombros del colapso que sucede en la iniciación, nace un nuevo yo en un mundo nuevo.

Las sociedades también puede experimentar una iniciación. El cambio climático es de alguna manera una iniciación para la civilización global actual. No es un «problemilla» que podamos resolver desde la cosmovisión dominante y sus soluciones establecidas. Más bien requiere que establezcamos una nueva Historia del Pueblo y una relación nueva (y muy antigua) con el resto de la vida.

Un elemento clave de esta transformación es abandonar la cosmovisión geomecánica y dirigirnos hacia la cosmovisión de la Tierra Viva. La crisis climática no se resolverá ajustando los niveles de gases atmosféricos, como si jugáramos con la mezcla de aire y combustible en un motor diésel. Más bien, una Tierra Viva sólo puede mantenerse saludable (o de hecho, mantenerse viva) si sus órganos y tejidos están sanos. Los bosques, el suelo, los humedales, los arrecifes de coral, los peces, las ballenas, los elefantes, las praderas de pastos marinos, los pantanos, los manglares y el resto de los sistemas y especies de la Tierra son los órganos y los tejidos de nuestro planeta. Si continuamos degradándolos y destruyéndolos, incluso si reducimos las emisiones a cero de la noche a la mañana, la Tierra seguirá muriendo, desangrándose por un millón de heridas.

La vida misma es la que mantiene las condiciones de la vida, a través de procesos tan complejos que aún no logramos entenderlos del todo. La vegetación emite compuestos volátiles que permiten la formación de nubes, que a su vez reflejan la luz solar. La megafauna transporta nitrógeno y fósforo a través de continentes y océanos para mantener el ciclo del carbono. Los bosques generan un surtidor biótico de baja presión persistente que trae lluvia al interior de los continentes y mantiene los patrones de flujo atmosférico. Las ballenas transportan nutrientes de las profundidades del océano a la superficie para alimentar al plancton. Los lobos controlan a las poblaciones de ciervos para que el sotobosque siga siendo viable, absorba la lluvia y prevenga sequías e incendios. Los castores ralentizan el progreso del agua fluvial hacia el mar, amortiguando las inundaciones y modulando la descarga de limo en las aguas costeras para que la vida pueda prosperar allí. Las aves migratorias y los peces como el salmón llevan nutrientes marinos hacia el interior de los continentes, alimentando a los bosques. Los micelios conectan áreas enormes en una red neuronal que supera al cerebro humano en su complejidad. Y todos estos procesos se entrelazan.

El argumento que propongo en mi libro Climate – A New Story es que el desorden climático del que culpamos a los gases de efecto invernadero está más bien directamente relacionado a la destrucción de los ecosistemas. Ha estado sucediendo durante milenios: allá donde los seres humanos han talado los bosques y han expuesto el suelo a la erosión, llegan las sequías y la desertificación. Es demasiado fácil culpar de todo a las emisiones de gases de efecto invernadero, y seguir reproduciendo nuestra cultura material utilizando energía renovable.

Mientras escribo esto, Australia está sufriendo una sequía e incendios sin precedentes. En Australia también se han dedicado a talar árboles a un ritmo de 5.000 kilómetros cuadrados al año. Insisto: es muy práctico culpar a todo de las emisiones mundiales de carbono.

La expresión «disrupción de ecosistemas» suena mucho más científica que «dañar y matar a los seres vivos». Pero desde el punto de vista de la Tierra Viva, la última frase es más precisa. Un bosque no es sólo una colección de árboles vivos: es un ser vivo en sí mismo. El suelo no es un medio en el que se da la vida; el suelo está vivo. También los ríos, los arrecifes y los mares. Es mucho más fácil degradar, explotar y matar a una persona cuando la consideramos como infrahumana; así mismo, también es más fácil destruir a los seres vivos de la Tierra si los consideramos carentes de conciencia e inertes. La tala indiscriminada, las minas de tiras, las marismas drenadas, los derrames de petróleo y todo lo demás, son inevitables si consideramos a la Tierra como una cosa muerta, insensata, como una pila instrumental de recursos.

Las historias que nos contamos a nosotros mismos son poderosas. Si consideramos al mundo como si estuviera muerto, lo matamos. Y si consideramos que el mundo está vivo, aprenderemos a cuidarlo.

* * *

El mundo está vivo.  No es sólo el lugar donde se da la vida. Los bosques, los arrecifes y los humedales son sus órganos. El agua es su sangre. La tierra es su piel. Los animales son sus células. Esto no es una analogía exacta, pero sugiere una conclusión válida: que si uno solo de estos seres pierde su integridad, el planeta entero se marchita.

No voy a elaborar un argumento intelectual para demostrar por qué el planeta Tierra está vivo, que dependería de la definición que utilice del concepto de «vida». Es más, me gustaría ir más allá y decir también que la Tierra es sensible, consciente e inteligente, una afirmación científicamente insostenible. Así que en lugar de tratar de argumentar intelectualmente, le pediré al escéptico que se pare descalzo sobre la tierra y sienta la verdad de lo que digo con la planta de sus pies. Tengo el convencimiento de que por muy escéptico que seas, por mucho que pienses que la vida es un accidente químico provocado por las fuerzas ciegas de la física, todos nosotros llevamos dentro una llama de sabiduría que nos hace saber que la tierra, el agua, el suelo, el aire, el sol, las nubes y el viento están vivos y son conscientes, y que nos sienten de la misma manera que nosotros los sentimos.

Conozco bien al escéptico, porque soy uno de ellos. Una duda insidiosa se apodera de mí cuando paso mucho tiempo dentro de casa frente a una pantalla, rodeado de objetos inorgánicos estandarizados que reflejan la muerte de concepción moderna del mundo.

Seguramente la exhortación a descalzarse para conectar con la vida de la Tierra estaría fuera de lugar en una conferencia académica sobre el clima o una reunión del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático). Ocasionalmente, en estos eventos los asistentes participan en alguna especie de ceremonia cursi, o invitan a la persona indígena de turno para invocar las cuatro direcciones antes de que todos entren en la sala de conferencias y se pongan (por fin) a trabajar en sus datos y gráficos, modelos y proyecciones, costos y beneficios. En ese mundo, la realidad son los números. En este ambiente de abstracciones cuantitativas, aire acondicionado, luz artificial monótona, sillas idénticas y ángulos rectos, se ahuyenta cualquier rastro de vida excepto la humana. La naturaleza existe sólo como una representación, la Tierra está viva sólo en teoría, y probablemente no lo esté en absoluto.

«En ese mundo la realidad son los números». Qué irónico, dado que los números son la abstracción más absoluta. Si los números definen a los problemas, la mente «lógica» los intenta resolver con números. A mi matemático interno le encantaría resolver la crisis climática sopesando todas las políticas posibles según su huella de carbono neta. Asignaría un valor de gas invernadero a cada ecosistema, a cada tecnología, a cada proyecto energético. Luego aconsejaría usar más de este y menos de ese, compensar equis viajes en avión con la siembra de equis árboles, compensar la destrucción de los humedales aquí con paneles solares allá, y así ajustarse a un cierto presupuesto de gases de efecto invernadero. Aplicaría los métodos y formas de pensar de la contabilidad financiera (el dinero es, después de todo, otra forma de reducir el mundo a números). (El mundo de las finanzas es otro lugar donde la realidad son los números.)

Desafortunadamente, al igual que con el dinero, el reduccionismo del carbono ignora todo lo que parece no afectar el balance de la contabilidad. Por lo tanto, los expertos del clima despachan sin pensarlo demasiado los problemas ambientales tradicionales como la conservación de la vida silvestre, salvar a las ballenas o la limpieza de los residuos tóxicos. «Verde» significa «sin emisiones de carbono».

Bajo el punto de vista de la Tierra Viva esto es un gran error, ya que las ballenas, los lobos, los castores, las mariposas, y todos los demás seres ignorados son los órganos y tejidos que mantienen a Gaia entera.

Al compensar nuestros kilómetros de viaje aéreo con la siembra de árboles, o al abastecer nuestra electricidad con paneles solares y así autoproclamarnos «respetuosos con el medio ambiente», aliviamos nuestra conciencia y seguimos ocultando el daño que implica nuestro modo de vida actual. «Sostenibilidad» significa implícitamente el sostenimiento de la sociedad tal como la conocemos, pero con fuentes de combustible no fósil. Por eso los poderes establecidos dan la bienvenida a la narrativa climática que yo llamo reduccionismo del carbono. Incluso las compañías de combustibles fósiles están de acuerdo con esta narrativa, ya que significa que pueden continuar con el negocio como de costumbre, siempre y cuando implementemos tecnología de captura de carbono y geoingeniería.

La amenaza real para la biosfera es en realidad peor de lo que la mayoría de la gente, incluso en la izquierda, entiende; incluye y trasciende el clima, y sólo podremos hacerle frente a través de una respuesta multidimensional de cuidados. La Tierra está a punto de morir por una falla múltiple de órganos. En palabras del naturalista J.B. MacKinnon, vivimos en «el mundo del diez por ciento», una estadística poética para describir la diezma de la vida en la Tierra que comenzó con las primeras civilizaciones masivas y se aceleró desde la era industrial hasta nuestros días.  Hoy queda tal vez el 10% de las ballenas que había antes de la caza comercial de ballenas. Alrededor del 10% de los peces depredadores. La mitad de los manglares asiáticos. El 20% de las praderas marinas del Atlántico. El 1% de los bosques vírgenes de América del Norte, y la mitad del número de árboles a nivel mundial. Una disminución del 30% de las aves durante mi vida, y una disminución del 50% – 80% en los insectos. Y la lista es mucho más larga.

Y sí, estaría bien poder culpar de todo esto a una sola causa, es decir, al cambio climático. Así podríamos operar en el territorio familiar del reduccionismo. En principio sabríamos qué hacer. Cuando la causa comprende una multitud de causas (herbicidas, insecticidas, contaminación acústica, contaminación electromagnética, residuos tóxicos, residuos farmacéuticos, desarrollo de la tierra, erosión del suelo, sobrepesca, destrucción forestal, agotamiento de los acuíferos, eliminación de animales superpredadores y efecto invernadero, cada uno interactuando sinérgicamente con los demás) entonces no hay una solución única. No saber qué hacer es incómodo. Es tentador dejarse llevar por la ilusión de una sola causa. Pero no saber qué hacer es mucho mejor que pensar, falsamente, que sí lo sabemos.

4. La nuevas prioridades

Con ecosistemas saludables, el aumento del CO2 y el metano y la elevación de la temperatura no serían un problema tan grave. Hagan memoria: durante el Holoceno temprano las temperaturas fueron más altas que hoy, así como durante el Período Cálido Minoico, el Período Cálido Romano y el Período Cálido Medieval, y no hubo bucle de realimentación por emisiones de metano ni nada por el estilo. Un ser vivo con órganos fuertes y tejidos sanos puede resistir lo que sea.

Lamentablemente, los órganos de la Tierra se encuentran dañados y sus tejidos, envenenados. Está delicado, nuestro planeta. Claro que es importante reducir las emisiones de efecto invernadero. Sin embargo, la idea de un Planeta Vivo da lugar a un orden diferente de prioridades que el que sugiere el discurso climático convencional. Muchas de estas prioridades pueden traducirse en demandas y políticas factibles que los gobiernos, las empresas y los individuos podrían adoptar en este momento, con efectos tangibles, reales.

La primera prioridad es proteger todos los bosques tropicales primarios que nos quedan, y otros ecosistemas intactos como pastizales nativos, arrecifes de coral, manglares, praderas marinas y humedales. Todos los ecosistemas prístinos son verdaderos tesoros. Son reservas de biodiversidad, invernaderos donde se regenera la vida. En ellos reside la inteligencia más profunda de la tierra, sin la cual la sanación completa es imposible. En ellos Gaia conserva intacta la memoria de su propia salud. Ahora mismo, mientras escribo esto, la selva amazónica está en llamas, y la situación en la segunda selva tropical más grande, en el Congo, es aún peor. La tercera más grande, en Nueva Guinea, también está seriamente amenazada por la tala y las plantaciones de aceite de palma. Incluso en la narrativa del carbono, estos lugares son importantes; en la narrativa de la Tierra Viva, son órganos vitales. Si la narrativa del carbono sirve para su protección, bien; pero no debemos propagar la noción de que su valor es reducible a su capacidad de almacenamiento de carbono.

La segunda prioridad es reparar y regenerar los ecosistemas deteriorados en todo el mundo. Esto requiere de las siguientes acciones:

– Expansión masiva de las áreas de protección marinas para la regeneración oceánica.

– Prohibición de la pesca de arrastre, redes de deriva y otras prácticas de pesca industrial.

– Prácticas agrícolas regenerativas del suelo, como el cultivo de cobertura, la agricultura perenne, la agroforestería y el pastoreo holístico.

– Forestación y reforestación

– Paisajes de retención de agua para reparar el ciclo hidrológico

– Reintroducción y protección de especies clave, superpredadores y megafauna.

Para que la regeneración sea eficaz, no podemos usar fórmulas preestablecidas. Cada lugar es único. Puede que lo que funcione en un valle o en una granja no sirva en otro lugar. Si consideramos las localidades y ecosistemas de este planeta como seres vivos y no como conjuntos de datos, nos damos cuenta de que es necesario un conocimiento íntimo basado en el territorio. La ciencia cuantitativa puede ser parte del desarrollo de este conocimiento, pero no puede sustituir la observación cercana y cualitativa de los agricultores y las personas nativas que han interactuado con la tierra todos los días a lo largo de generaciones.

La mente científica no puede comprender del todo la profundidad y la sutileza del conocimiento de los cazadores-recolectores y campesinos tradicionales. Este conocimiento, codificado en cuentos, refranes, rituales y costumbres, integra a sus poseedores en los órganos de la tierra y el mar y los hace partícipes en la adaptación de la vida en la Tierra. Desafortunadamente, gran parte de lo que se denomina «desarrollo», incluso el desarrollo sostenible, socava su forma de vida y la somete a la economía global de los productos básicos. Cuando el desarrollo significa la integración en la economía global, la moneda fuerte que se requiere para pagar los préstamos y la importación de alta tecnología sólo puede generarse a partir de la exportación de los recursos naturales, que se obtienen a través de la tala masiva, la minería y la agricultura industrial. Por lo tanto, las dos primeras prioridades que mencioné arriba nos obligan a repensar todo el paradigma del desarrollo, junto con su sistema financiero asociado.

La tercera prioridad es dejar de envenenar el planeta con pesticidas, herbicidas, insecticidas, plásticos, desechos tóxicos, metales pesados, antibióticos, contaminación electromagnética, fertilizantes químicos, residuos farmacéuticos, residuos radiactivos y otros contaminantes industriales. Todos ellos en conjunto debilitan los tejidos de la Tierra, impregnando toda la biosfera hasta el punto en que, por ejemplo, ahora las orcas presenta unos niveles tal altos de PCB que sus cuerpos se pueden clasificar como residuos tóxicos. Los insecticidas neonicotinoides impregnan los sistemas terrestres, lo que conduce a la disminución de las poblaciones de insectos y a su vez el número de aves disminuye, y sigue el resto de la red alimentaria. En los océanos, el plancton, la base de la cadena alimentaria, está bajo constante ataque por los escurrimientos de desechos agrícolas, la contaminación química, los estudios sísmicos y la diezma de superpredadores. En las grandes áreas agrícolas industriales, la tierra está prácticamente muerta, convertida en polvo yermo, después de décadas de uso de fertilizantes químicos y pesticidas. Enormes extensiones de tierra en diferentes continentes son rociadas rutinariamente con insecticidas para intentar controlar los vectores de enfermedades o las especies invasoras. La biota de la Tierra se encuentra bajo constante asalto.

La cuarta prioridad es reducir los niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Los cambios bruscos en la composición atmosférica estresan aún más a los sistemas de vida que ya han sido debilitados peligrosamente por el desarrollo, la extracción y la contaminación. Los ecosistemas que anclaban los patrones de flujos atmosféricos, en particular bosques, sabanas y humedales, están gravemente dañados. Por otro lado, los gases de efecto invernadero han intensificado el flujo termodinámico del sistema, lo que a su vez altera aún más los patrones atmosféricos y daña a los ecosistemas ya debilitados. Sin embargo, incluso sin el aumento de los gases de efecto invernadero, la matanza masiva de la vida es más que suficiente para causar un desastre. Las emisiones de combustibles fósiles intensifican una situación ya de por sí precaria.

Si te inquieta que considere la reducción de los gases de efecto invernadero como una cuarta prioridad, considera que la reducción de emisiones sería una consecuencia inevitable de las otras tres prioridades. Por un lado, proteger y reparar los ecosistemas requeriría una moratoria para nuevos oleoductos, pozos petrolíferos en alta mar, fracturación hidráulica, excavación de arenas petrolíferas, remoción de cimas de montaña, minas de tiras y otros tipos de extracción de combustibles fósiles, ya que todos ellos implican graves daños y riesgos ecológicos. Para amar y cuidar cada parte de este planeta, tenemos que transformar la infraestructura de combustibles fósiles independientemente de la cuestión de los gases de efecto invernadero.

Es más: la reforestación y la agricultura regenerativa pueden captar enormes cantidades de carbono. Las estimaciones varían mucho en cuanto a la cantidad de captación del manejo holístico del ganado y la siembra directa, pero los mejores agricultores como Allan Savory, Gabe Brown y Ernst Gotsch logran captar entre 8 y 20 toneladas por hectárea anualmente, e igualan o superan en productividad a los agricultores convencionales, sin usar (o usando muy pocos) productos químicos. Si tenemos en cuenta que utilizamos 5 mil millones de hectáreas de tierra para pastos o cultivos a nivel mundial, la transición de tan solo un 10-25% de toda esa superficie hacia este tipo de métodos podría compensar el 100% de las emisiones mundiales actuales. Por supuesto, no todos los agricultores o ganaderos van a alcanzar inmediatamente el éxito de innovadores como Savory, Brown o Gotsch, pero el potencial es enorme. Además, incluso los escépticos del calentamiento global apoyarían estas prácticas por sus efectos beneficiosos para la biodiversidad, los acuíferos y el ciclo del agua. El suelo sano absorbe la lluvia como una esponja, mitigando las inundaciones, y posteriormente, a través de la transpiración, la libera gradualmente al aire, extendiendo la temporada de lluvias y transportando el calor de la superficie a la atmósfera, desde donde se irradia al espacio. Por lo tanto, contribuye al enfriamiento y a la resistencia frente al cambio climático.

Es una paradoja, pero lo cierto es que no necesitamos usar el argumento del efecto invernadero para reducir los gases de efecto invernadero. Las prioridades mencionadas anteriormente implican una infinidad de objetivos concretos y alcanzables de protección y regeneración que, sumados, podrían superar lo que el movimiento climático demanda, pero desde una motivación diferente. Sin embargo, hay divergencias significativas. El enfoque de la Tierra Viva rechaza los grandes proyectos hidroeléctricos porque destruyen humedales, degradan los ríos y alteran el flujo de limo hacia el mar. Las plantaciones de biocombustibles que están arrasando vastas áreas de África, Asia y América del Sur son una aberración, ya que a menudo arrasan los ecosistemas naturales y la agricultura sostenible a pequeña escala de los campesinos. Rechaza también proyectos de geoingeniería como el de blanquear el cielo con aerosoles de azufre estratosférico. Las máquinas gigantes de succión de carbono (tecnología de captura y almacenamiento de carbono) no sirven para nada bajo este enfoque. Contempla con horror la destrucción de bosques de todo el mundo para producir las astillas de madera que se requieren para convertir las centrales termoeléctricas de carbón. Desconfía de las enormes turbinas eólicas que matan aves y de los vastos paisajes desolados de paneles fotovoltaicos.

Considerar a la Tierra como ser vivo es un poco lo mismo que considerarla sagrada. Es un paso que nos acerca a la veneración de todos los seres. ¿No es precisamente eso lo que quiere alcanzar la movilización climática?

5. Deuda y guerra

Respetar a todos los seres es la base de una revolución del amor. Sin respeto, barajamos las cartas sin cambiar el juego. La víctima se convierte en perpetrador, el perpetrador se convierte en víctima, el odio se torna en ira, el castigo secuestra a la justicia, la derrota engendra venganza y la victoria, nuevos enemigos.

La veneración es lo que motiva las cuatro prioridades que he esbozado, prioridades que no se pueden diferenciar de otros aspectos del cuidado global. Cualquier otra cuestión de justicia social, política, económica, racial o sexual (cualquier restauración de la humanidad de quienes han sido despojados de ella), forma parte de estas prioridades, pero no como complementos políticamente correctos, sino como componentes estructurales del mismo edificio. Ninguna de ellas cuenta sin las demás. Entre estas cuestiones, sin embargo, hay dos que me parecen importantes de resaltar, porque establecen el tono y el patrón para todas las demás: la deuda y la guerra.

Imagínate que eres un país: Ecuador, sin ir más lejos. La comunidad mundial se te acerca en forma de un hombre ondeando una bandera de la Tierra, y te dice: «¡Protege tus selvas tropicales! ¡Protejan sus ríos, sus humedales y su tierra! El destino del mundo depende de ello». Luego baja la bandera, saca un arma, te la pone en la frente y agrega: «Sin embargo, tienes que seguir pagando la deuda», aún sabiendo que la única manera de que puedas lograrlo es precisamente liquidando esas selvas tropicales, ríos, humedales y tierras. Si te niegas, el castigo es inmediato. El mercado internacional de bonos te abandona. Tu moneda se devalúa. Las corporaciones transnacionales y sus naciones-estado aliadas te cambian de gobierno. El nuevo gobierno, celebrado como «democrático», instituye la austeridad, elimina las barreras al saqueo ecológico y es recompensado con más préstamos para el desarrollo.

Nada de esto sucede por la malicia de los banqueros, de los burócratas del «Estado profundo», de los imperialistas militares, o de la Orden de los Iluminados de Baviera y los extraterrestres reptilianos que dirigen los asuntos mundiales tras bambalinas. Sucede porque existe una necesidad sistémica de crecimiento económico. Un sistema monetario que se basa en los intereses de la deuda requiere un crecimiento sin fin para funcionar, y genera una presión sin fin sobre todos sus participantes para hacer algo, cualquier cosa, lo que sea, que transforme a la naturaleza en productos y propiedades, y a las relaciones humanas en servicios.

Lo de los extraterrestres reptilianos era una broma. Estaría increíble poder señalar con el dedo a alguien, o a algo, contra lo que pudiéramos luchar para salvar al mundo. Conquistar el mal es el desenlace más antiguo de todas las historias del mundo, una solución seductora pero falsa que oculta la complejidad y aliviana la incomodidad de no saber qué hacer. Pero si el mal estuviera a cargo del mundo, todo lo que tendría que hacer es instalar un sistema monetario basado en intereses, sentarse cómodamente y disfrutar del caos.

Mi libro Sacred Economics (La economía sagrada) es tan solo uno de los muchos que describen lo que debe cambiar para que la economía vaya mano a mano con la ecología. Es posible y factible una nueva economía que entienda el progreso en términos distintos al del crecimiento, y la riqueza no en términos de cantidad. Por ahora, sólo mencionaré un primer paso hacia esta economía, algo que algún día, pronto, tenderemos que exigir: la cancelación de la deuda a gran escala. La deuda es fundamental para que funcione la máquina de crecimiento que consume al mundo.

La máquina del crecimiento extiende sus relaciones de mercado en cada rincón de la vida. En una relación de mercado, cada parte trata de obtener el mayor beneficio, y los otros seres se convierten en instrumentos de su propio interés. Por lo tanto, el punto de partida de todas las relaciones, en principio, es de hostilidad. La deuda en particular es una forma de ejercer poder sobre otros; como dice David Graeber, detrás del contador, siempre hay un hombre armado.

La separación y la dominación inherentes a las relaciones económicas basadas en la deuda adoptan una forma extrema en el fenómeno de la guerra. La industria de la guerra consume grandes cantidades de dinero, energía y materiales, pero la mayor amenaza para el futuro radica en su capacidad de fracturar la voluntad humana colectiva. Para cambiar el rumbo hacia el cuidado mutuo se requieren solidaridad y afinidad de propósitos: tenemos que estar todos de acuerdo. Si agotamos nuestra creatividad y nuestra vitalidad luchando entre nosotros, ¿qué nos queda para realizar esta profunda transición? Nuestro barco se acerca peligrosamente a una vorágine. Tal vez, si todos remáramos al mismo ritmo, podríamos escapar del remolino gigante; sin embargo, la tripulación lucha entre sí en la cubierta mientras la nave se precipita hacia su perdición.

Mientras la guerra en todas sus formas se ensañe sobre este planeta, ninguna de las cuatro prioridades de la Tierra Viva podrá suceder. Cuando el respeto y la veneración son la raíz de la revolución, entonces el verdadero revolucionario es quien trabaja por la paz. La ideología de guerra genera un clima psíquico inhóspito para el respeto y la veneración, porque deshumaniza al enemigo y es incapaz de simpatizar con los seres que se crucen en el camino del esfuerzo bélico. De la misma manera, la economía moderna ha hecho de la naturaleza un objeto y es incapaz de empatizar con quien sea que impida o cuestione su beneficio.

La ideología bélica va mucho más allá del conflicto militar. La intensa polarización política actual es otra de sus expresiones. La división en campos opuestos, la deshumanización del otro, la asociación de la virtud moral con el esfuerzo bélico, la creencia de que vencer al enemigo es la solución a nuestros problemas: este es el lenguaje de la guerra. Si tu estrategia política es inflamar al público en contra de los políticos corruptos, las malvadas corporaciones o la violencia policial, estás librando una guerra. Si crees que los otros son peores, menos éticos, menos conscientes o menos espirituales que tú, estás al borde de la guerra. Sí, expón las acciones que están destruyendo al mundo. Pero no las atribuyas a la perfidia de los otros, y no te hagas la ilusión de que despedir a los actores cambiará el guión.

6. Polarización y negación

Anteriormente mencioné la polémica afirmación de que durante el Período Cálido Medieval hizo más calor que en el presente. Me gustaría volver a examinar esto, no porque crea que sea importante establecer si esta afirmación es cierta o no, sino porque ofrece una ventana al problema de esa polarización que tiene a nuestra cultura estancada en un patrón de inacción por cada cuestión importante, y no sólo la del cambio climático.

Las reconstrucciones gráficas de los registros de temperatura del pasado parecen mostrar que estamos viviendo en el periodo más cálido de los últimos diez mil años. Por otro lado, los escépticos critican los fundamentos metodológicos y estadísticos de estos estudios, y aducen evidencia de temperaturas cálidas tempranas, como el aumento de los niveles del mar en el Holoceno temprano y medio, o las líneas de árboles a cientos de kilómetros al norte de donde están hoy.

Después de varios años de investigación, yo podría argumentar a favor de cualquiera de los dos lados de la polémica. Podría demostrar con extensas citas que el Período cálido medieval (también conocido como Óptico climático medieval) no fue realmente tan cálido como se piensa, y que además se concentró principalmente en el Atlántico Norte y la cuenca mediterránea. Pero también podría argumentar, citando de nuevo docenas de documentos revisados por pares, que la anomalía fue, de hecho, significativa y global. Lo mismo ocurre con casi todos los aspectos del debate sobre el clima: puedo argumentar a favor de cualquiera de los dos lados y satisfacer a los partidarios de cada versión.

Tal vez ya se te hayan puesto los pelos de punta, lector, al pensar que estoy insinuando que ambas partes del conflicto son iguales; que los pseudocientíficos de derecha financiados por empresas sin escrúpulos cuya codicia pone en riesgo la supervivencia de toda la humanidad son iguales a los humildes científicos respaldados por instituciones autorreguladas por el arbitraje de pares, garantía de que la posición de consenso de la ciencia se acerca cada vez más a la verdad. ¿O tal vez es que un bando está formado por disidentes valerosos que arriesgan sus carreras para cuestionar la ortodoxia reinante, y el otro por los profesionales que piensan en grupo, que son reacios al riesgo y están en deuda con la agenda global de los «activistas climáticos» y los «verdes» de la izquierda radical?

La diatriba polarizadora sugiere que hay mucho ego invertido en cada una de las posturas, y dudo de que cualquiera de las partes se digne a considerar evidencia que contradiga su punto de vista. Ni siquiera pueden ponerse de acuerdo sobre lo que constituye un hecho. Cada uno de los múltiples puntos de vista, que van desde el catastrófico y el alarmista hasta el escéptico, parece ocupar su propio túnel de realidad. Al someter información contradictoria a un escrutinio hostil, cada uno acepta sin dudar cualquier cosa que refuerce su propia posición. Por lo tanto, es poco probable que nadie admita que está equivocado. ¡Y eso, querido lector, te incluye!

Frente a la extrema polarización de la sociedad occidental hoy en día, yo he adoptado una regla general que se puede aplicar tanto a los problemas en pareja como a la política: siempre, el tema más importante es el que queda fuera de la discusión, el que ambas partes del conflicto se niegan a ver. Tomar partido en la pelea es validar los términos del debate y seguir ocultando los temas que verdaderamente importan. ¿En qué están de acuerdo todas las partes sin decirlo? ¿Qué se da por sentado? ¿Qué preguntas no se hacen? ¿No será que la vehemencia del debate está encubriendo algo que realmente necesita nuestra atención?

Un acuerdo tácito en el debate climático es restringir la cuestión de la salud planetaria al problema de que si el calentamiento global se debe a los gases de efecto invernadero o no. Al fijar la alarma sobre el deterioro ecológico causado por el calentamiento global, insinuamos que si los escépticos tienen razón, entonces no hay motivo para alarmarse. En el paradigma de la Tierra Viva, hay motivos para la alarma independientemente de quién tenga la respuesta correcta. Sin embargo, el movimiento climático, comprometido con la narrativa de calentamiento desbocado, debe demostrar a toda costa que los escépticos se equivocan, incluso hasta el punto de excluir la evidencia de temperaturas cálidas históricas, ya que éstas no se ajustan a la narrativa.

En el campamento de los alarmistas, el calentamiento es la señal más clara del deterioro antropogénico de la biosfera y la condición humana que lo impulsa. Algo está muy mal; algo que involucra todo. Desafortunadamente, el movimiento ambiental ha aceptado en gran medida que el calentamiento global es el representante de la maldad omnipresente (la verdadera causa de su disidencia). Al hacerlo, me temo que el movimiento ha cedido un espacio sagrado y ha aceptado participar en un terreno incierto. En términos de marketing, está optando por una venta agresiva en vez de una venta fácil. Opta por una narrativa de miedo (los costos del cambio climático) en vez de una que viene del amor (salvar los preciados bosques). Condiciona el cuidado de la tierra a la aceptación previa de una teoría políticamente cargada que requiere confianza en la institución de la ciencia y en el sistema de autoridades que sostiene a la ciencia. Esto, en un momento en que la confianza en la autoridad está, con razón, en decadencia.

En cuanto a los escépticos, me temo que el insulto de «negacionistas» es acertado. Independientemente de que las críticas a la institución de la ciencia climática sean válidas o no, la posición escéptica suele formar parte de una identidad política más amplia que, para mantener su solvencia, debe descartar todos los problemas ambientales junto con del calentamiento global. Apegados a la postura de que todo está bien, los escépticos del clima suelen insistir en sus blogs en que los residuos plásticos, los residuos radiactivos, los contaminantes químicos, la pérdida de biodiversidad, la contaminación electromagnética, los OMG, los pesticidas, etc., tampoco son un problema; por lo tanto, no es necesario cambiar nada.

Temerosos del profundo cambio que se nos avecina, los escépticos del clima son sólo los «negacionistas» más obvios, porque la corriente principal del calentamiento global de alguna manera también perpetua una negación al suscribir su plan de sostenibilidad basado en cambiar las fuentes de energía. El oxímoron que tanto se escucha del «crecimiento sostenible» ejemplifica este delirio, ya que «crecimiento» en estos tiempos implica la conversión de la naturaleza en recurso, en producto, en dinero.

Para colmo, esta narrativa dominante facilita la negación del cambio climático, ya que se basa en una teoría científica discutible (como cualquier teoría científica), una que sólo se podrá comprobar cuando ya sea demasiado tarde. Con efectos distantes en el espacio y el tiempo, con causas también distantes, es mucho más fácil negar el cambio climático que negar, por ejemplo, que la caza de ballenas va a terminar con nuestras ballenas, que la deforestación seca la tierra, que el plástico está matando la vida marina, y así sucesivamente. Del mismo modo, los efectos de una regeneración ecológica en un lugar concreto son más fáciles de ver que los efectos climáticos de los paneles fotovoltaicos o turbinas eólicas. La distancia entre causa y efecto es más corta, y los efectos son tangibles. Por ejemplo, donde los agricultores practican la regeneración del suelo, el manto freático comienza a elevarse, los manantiales que estuvieron secos durante décadas vuelven a la vida, los arroyos comienzan a fluir durante todo el año de nuevo, y el sonido de los pájaros y la vida silvestre regresan. Todo esto lo vemos sin necesidad de que nos lo confirmen las autoridades científicas.

Además, si bien la honestidad y la inteligencia de la mayoría de los científicos está fuera de toda duda, la ciencia, como cualquier institución, está sujeta al sesgo de ratificación colectiva que la ha llevado por mal camino en muchas ocasiones. Por ejemplo, hemos sido testigos del reciente colapso de dos ortodoxias de larga duración casi universalmente aceptadas: (1) que el colesterol y las grasas saturadas causan arteriosclerosis, y (2) que la evolución ocurre únicamente a través de mutaciones aleatorias y selección natural (esto fue un dogma incuestionable hasta que se aceptó la transferencia horizontal de genes, la epigenética y la autoedición genética). Tal vez la desconfianza del público hacia la autoridad científica no sea totalmente injustificada, particularmente cuando la ciencia, que más tarde aceptó su error, nos ha garantizado durante mucho tiempo la seguridad de pesticidas, OMG, torres de telefonía celular y diversos fármacos tóxicos. Eso no quiere decir que la ciencia climática esté equivocada, sino que tal vez sea mejor no esforzarse tanto en que el público la acepte, porque desde el paradigma de la Tierra Viva, no es necesario aceptar ninguna ciencia. Tácitamente, las élites atribuyen esta desconfianza hacia la ciencia a la irracionalidad y la ignorancia, y ofrecen remedios condescendientes para corregirla. ¿La moraleja del cambio climático será la de «debimos haber confiado en los científicos»? «¿Hubiéramos puesto atención al maestro?» «¿Tendríamos que haber confiado en que las autoridades científicas nos decían la verdad?»

Muchos en la izquierda sostienen que la ciencia (como institución) es el último reducto de la cordura en una cultura degenerada, un baluarte contra una marea creciente de irracionalidad. ¿Y si es tan defectuosa como nuestras otras instituciones? Si la destronamos como el gran árbitro entre el bien y el mal, ¿cómo asegurarnos de que formamos parte del Equipo de los Buenos, y cómo nos podemos auto-proclamar como los portadores de la luz de la razón en una cruzada contra la ignorancia que amenaza al mundo entero?

Esto no es un llamado a renunciar a la ciencia, sino más bien a regresar a su fuente primordial: la humildad. Liberada de su osificación institucional, la ciencia probablemente anularía muchos de los dogmas establecidos que sus evangelistas proclaman como verdades inexpugnables. No soy el único que ha experimentado cosas que la ciencia juzga como tonterías imposibles, que se ha beneficiado de modos de curación que la ciencia tacha de charlatanerías, o que ha vivido en culturas donde fenómenos científicamente inaceptables son cotidianos. Insisto: no quiero decir con esto que la narrativa del calentamiento global sea incorrecta. No puedo saberlo. Pero tampoco puedo asegurar que sea correcta. Lo que sí creo es que está muy incompleta. Es por eso que me enfoco en lo que sí sé, empezando por el conocimiento directo a través de las plantas de mis pies.

Ese conocimiento me dice que la Tierra está viva. Desde la perspectiva de la Tierra Viva, se generan políticas y acciones que tienen sentido desde cualquier lado del debate climático.

7. Extinción y propósito

La perspectiva de la Tierra Viva reconoce que existe un estrecho vínculo entre los asuntos humanos y los ecológicos. A menudo escucho a gente decir: «El cambio climático no es una amenaza para la Tierra. Tal vez los seres humanos nos extingamos, pero la Tierra sobrevivirá». Sin embargo, si entendiéramos a la humanidad como la creación más querida de Gaia, nacida con un propósito evolutivo, entonces ya no diríamos que la Tierra estará bien sin seres humanos, porque sería como decir que una madre estaría bien si perdiera a su hijo. Obviamente no va a estar bien.

Esta idea del propósito evolutivo, aunque contraria a la ciencia biológica moderna, es la consecuencia natural de concebir al mundo, o al cosmos, como un ser sensible, inteligente y consciente. Plantea la pregunta de por qué estamos aquí. A Gaia le ha crecido un nuevo órgano. ¿Para qué es? ¿Cómo puede la humanidad cooperar con todos los demás órganos –los bosques y las aguas y las mariposas y las focas– para ser de utilidad en el sueño de la Tierra?

No sé las respuestas a estas preguntas. Sólo sé que debemos empezar a hacérnoslas. Es un deber, y no una cuestión de supervivencia. Ya sea como individuos o como especie, siempre vivimos por algo, y si descuidamos ese algo, entonces se nos va la vida, la vitalidad. No estamos vivos sólo para sobrevivir.

No venimos a este mundo sólo para sobrevivir. Ningún organismo en la Tierra está aquí sólo para sobrevivir. Cada uno ofrece sus regalos a todos los demás. Es por eso que un ecosistema se debilita cuando se le sustrae una sola especie. Según la lógica de la competencia pura, una especie debería de estar mejor cuando su competidor se extingue, pero el hecho es que sucede lo contrario. De nuevo, la vida misma crea las condiciones para la vida. Según este principio, los seres humanos están aquí para ofrecer algo al resto de la vida; estamos aquí para servir a la vida. Nosotros como civilización hemos hecho lo contrario durante mucho tiempo. Solamente una revolución total del amor podrá cambiar el rumbo.

En consecuencia, la razón de ser de movimientos como Extinction Rebellion no es solo la supervivencia humana. En gran medida, Extinction Rebellion maneja la retórica de puntos de inflexión irreversibles, de bucles de retroalimentación de metano, de «doce años antes de que sea demasiado tarde», pero me niego a creer que se trata sólo de eso. Como dije al principio: si las temperaturas globales dejaran de subir, la urgencia de la revolución no sería menor.

El escenario que describo a continuación ilustra claramente que el objeto de nuestra lucha no es realmente la supervivencia humana. Una posibilidad más terrible acecha detrás del miedo superficial de la extinción: supongamos que seamos capaces de seguir convirtiendo la Tierra en un estacionamiento, una mina y un vertedero de residuos gigantes. Supongamos que reemplazáramos la tierra por granjas hidropónicas y cultivos celulares de carne artificial. Supongamos que viviéramos nuestras vidas enteras en espacios interiores climatizados. Supongamos que desarrolláramos espejos espaciales que desvíen la radiación solar, máquinas que absorben carbono y productos químicos para blanquear el cielo y controlar las temperaturas globales. Supongamos que continuáramos igual que en los últimos diez mil años, en los que cada generación deja el planeta un poco menos vivo que la anterior. Y supongamos que, como durante los últimos diez mil años, la humanidad siguiera haciendo crecer su riqueza mensurable. Yo llamo a este escenario «el mundo de concreto», en el que la naturaleza ha muerto por completo, reemplazada por la tecnología, y casi ni lo notamos por estar conectados a un sustituto digital artificial de la naturaleza. En este caso lo que se extingue no es la humanidad, sino todo lo demás. ¿Es ese un futuro aceptable?

La supervivencia de la humanidad es el tema central del movimiento para detener el cambio climático. Ahí está el error. Por tres razones: (1) Perpetúa la idea de que la naturaleza está al servicio de los seres humanos, la misma mentalidad que ha facilitado su expolio durante tanto tiempo. (2) Aunque pueda ser diferente en el futuro, la experiencia hasta el momento nos ha demostrado que los humanos sobreviviremos perfectamente aunque todo a nuestro alrededor se muera (cuantos más seres humanos, menos seres de cualquier otro tipo). (3) No es honesto hacer pensar que el tema de la supervivencia humana es central, cuando eso no es lo que nos motiva realmente. Supongamos que la supervivencia humana en un mundo muerto estuviera garantizada: ¿suspiraríamos de alivio y nos uniríamos al ecocidio?

Extinction Rebellion cuestiona (o debería cuestionar) qué mundo queremos. Qué queremos ser. Por qué estamos aquí y para qué servimos. Se trata de dar un giro en el camino y ponerse al servicio de toda la vida.

¿Por qué querríamos estar al servicio de la vida? A diferencia de la supervivencia propia, el deseo de servir a la vida sólo puede venir del amor.

Consideremos una dimensión más de la extinción. Arriba planteé un escenario en el que la naturaleza muere pero la humanidad sobrevive. Sin embargo, simplemente imaginar este escenario implica aceptar como un hecho la separación de la humanidad y la naturaleza. Pero el hecho es que somos inseparables; somos la expresión de la naturaleza. Por lo tanto, en realidad nunca podremos estar bien cuando todo lo demás se está muriendo. Si desapareciera toda la vida menos nosotros, podríamos sobrevivir, pero con cada extinción, con cada ecosistema o especie que desaparece, algo de nosotros mismos también se muere. Si se marchitan nuestras relaciones, nos volvemos menos enteros. Podríamos seguir aumentado el PIB, los kilómetros recorridos, la esperanza de vida, el espacio de piso y unidades de aire acondicionado per cápita, el logro educativo, el consumo total, los terabytes, petabytes y exabytes, y sin embargo, estas cantidades con crecimiento infinito sólo enmascararían y nos distraerían de una espantosa hambre espiritual por lo que ha sido desplazado: conexión y pertenencia, el canto familiar de un pájaro que cada vez es un poco diferente, el olor de la primavera, el milagro de los capullos, el sabor de una frambuesa llena de sol, los abuelos contando historias del lugar que los niños empiezan a conocer, a sentir pertenencia.  Con cada paso que damos para adentrarnos en la cámara de aislamiento que nos hemos construido se agudiza más nuestro sufrimiento. Los síntomas de la extinción ya son evidentes en los seres humanos con el aumento de las tasas de depresión, ansiedad, suicidio, adicción, autolesiones, violencia doméstica y otras formas de miseria que ninguna cantidad de riqueza material puede aliviar.

En otras palabras, la disminución de la vida en la tierra encoje nuestras almas. Con cada ser que destruimos, destruimos nuestro propio ser. Desconectados de la red de relaciones íntimas y mutuas, sin participar en la interconexión de la vida, autosuficientes y rodeados de objetos muertos, nosotros mismos estamos menos vivos.  Nos convertimos en zombis, y nos preguntamos por qué nos sentimos muertos por dentro. Esta es la verdadera razón de las protestas. Queremos sentirnos vivos de nuevo. Queremos anular la Era de la Separación.

¿A qué o a quién servimos? ¿Qué visión de la belleza nos mueve? Esta es la pregunta que debemos hacernos al atravesar el portal de iniciación que llamamos cambio climático. Al hacer esa pregunta, invocamos una visión colectiva que es el núcleo de una historia común, y de un acuerdo común. No creo que esta historia trate de ese viejo futuro de los coches voladores, sirvientes robot y ciudades burbuja con vistas a un paisaje sucio y estéril. Será un futuro donde las playas estén repletas de conchas y caracolas, donde volvamos a ver miles de ballenas, donde las parvadas se extiendan en el horizonte, donde los ríos corran limpios y la vida regrese a los lugares que hoy están en ruinas.

¿Cómo logramos un futuro así? No lo sé, pero sí puedo decir esto: si la causa de la crisis ecológica es todo, la solución debería involucrar todo. Todos los cuidados son parte del cuidado de la Tierra. Si queremos hacer demandas, o tal vez mejor, propuestas, deberíamos ampliarlas para incluir a todo y a todos los que necesitan cuidados, incluso y sobre todo a los que parecen más insignificantes: los prisioneros, los indigentes, los marginados, los lugares más desolados y las personas abandonadas. La humanidad también es un órgano de Gaia, y la Tierra nunca se sanará sin sanar esta civilización.  El clima social, el clima político, el clima de las relaciones, el clima psíquico y el clima del planeta son inseparables. Una sociedad que explota a las personas más vulnerables explotará necesariamente también los territorios más vulnerables. Una sociedad que libra la guerra contra otras personas, una sociedad condicionada a la violencia, hará lo mismo con la Tierra.  Una sociedad que deshumaniza a una parte de sus miembros humanos siempre desvalorizará a los seres no humanos. Y una sociedad dedicada al cuidado en cualquier nivel, inevitablemente será cuidadosa en todos los niveles.

Cualquier acto de cuidado, por pequeño que sea, es una oración, una declaración de cómo puede ser el mundo. ¿Seremos capaces de volver a sentir amor por este planeta vivo y adolorido, y canalizar este amor a través de nuestras manos y mentes, nuestra tecnología y nuestras artes, preguntándonos siempre cómo participar en el cuidado y el sueño de la Tierra?



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Post-Capitalism

The Malware

The End of War

The Birds are Sad

A Slice of Humble Pie

Bending Reality: But who is the Bender?

The Mysterious Paths by Which Intentions Bear Fruit

The Little Things that Get Under My Skin

A Restorative Response to MH17

Climate Change: The Bigger Picture

Development in the Ecological Age

The campaign against Drax aims to reveal the perverse effects of biofuels

Gateway drug, to what?

Concern about Overpopulation is a Red Herring; Consumption’s the Problem

Imperialism and Ceremony in Bali

Let’s be Honest: Real Sustainability may not make Business Sense

Vivienne Westwood is Right: We Need a Law against Ecocide

2013: Hope or Despair?

2013: A Year that Pierced Me

Synchronicity, Myth, and the New World Order

Fear of a Living Planet

Pyramid Schemes and the Monetization of Everything

The Next Step for Digital Currency

The Cycle of Terror

TED: A Choice Point

The Cynic and the Boatbuilder

Latent Healing

2013: The Space between Stories

We Are Unlimited Potential: A Talk with Joseph Chilton Pearce

Why Occupy’s plan to cancel consumer debts is money well spent

Genetically Modifying and Patenting Seeds isn’t the Answer

The Lovely Lady from Nestle

An Alien at the Tech Conference

We Can’t Grow Ourselves out of Debt

Money and the Divine Masculine

Naivete, and the Light in their Eyes

The Healing of Congo

Why Rio +20 Failed

Permaculture and the Myth of Scarcity

For Facebook, A Modest Proposal

A Coal Pile in the Ballroom

A Review of Graeber’s Debt: The First 5000 Years

Gift Economics Resurgent

The Way up is Down

Sacred Economics: Money, the Gift, and Society in the Age of Transition

Design and Strategy Principles for Local Currency

The Lost Marble

To Bear Witness and to Speak the Truth

Thrive: The Story is Wrong but the Spirit is Right

Occupy Wall Street: No Demand is Big Enough

Elephants: Please Don’t Go

Why the Age of the Guru is Over

Gift Economics and Reunion in the Digital Age

A Circle of Gifts

The Three Seeds

Truth and Magic in the Third Dimension

Rituals for Lover Earth

Money and the Turning of the Age

A Gathering of the Tribe

The Sojourn of Science

Wood, Metal, and the Story of the World

A World-Creating Matrix of Truth

Waiting on the Big One

In the Miracle

Money and the Crisis of Civilization

Reuniting the Self: Autoimmunity, Obesity, and the Ecology of Health

Invisible Paths

Reuniting the Self: Autoimmunity, Obesity, and the Ecology of Health (Part 2)

Mutiny of the Soul

The Age of Water

Money: A New Beginning (Part 2)

Money: A New Beginning (Part 1)

The Original Religion

Pain: A Call for Attention

The Miracle of Self-Creation, Part 2

The Miracle of Self-Creation

The Deschooling Convivium

The Testicular Age

Who Will Collect the Garbage?

The Ubiquitous Matrix of Lies

You’re Bad!

A 28-year Lie: The Wrong Lesson

The Ascent of Humanity

The Stars are Shining for Her

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Confessions of a Hypocrite

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From Opinion to Belief to Knowing

Soul Families

For Whom was that Bird Singing?

The Multicellular Metahuman

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Human Nature Denied

The Great Robbery

Humanity Grows Up

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A State of Belief is a State of Being

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Old-Fashioned, Healthy, Lacto-Fermented Soft Drinks: The Real “Real Thing”

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Charles Eisenstein

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The Coronation

For years, normality has been stretched nearly to its breaking point, a rope pulled tighter and tighter, waiting for a nip of the black swan’s beak to snap it in two. Now that the rope has snapped, do we tie its ends back together, or shall we undo its dangling braids still further, to see what we might weave from them?

Covid-19 is showing us that when humanity is united in common cause, phenomenally rapid change is possible. None of the world’s problems are technically difficult to solve; they originate in human disagreement. In coherency, humanity’s creative powers are boundless. A few months ago, a proposal to halt commercial air travel would have seemed preposterous. Likewise for the radical changes we are making in our social behavior, economy, and the role of government in our lives. Covid demonstrates the power of our collective will when we agree on what is important. What else might we achieve, in coherency? What do we want to achieve, and what world shall we create? That is always the next question when anyone awakens to their power.

Covid-19 is like a rehab intervention that breaks the addictive hold of normality. To interrupt a habit is to make it visible; it is to turn it from a compulsion to a choice. When the crisis subsides, we might have occasion to ask whether we want to return to normal, or whether there might be something we’ve seen during this break in the routines that we want to bring into the future. We might ask, after so many have lost their jobs, whether all of them are the jobs the world most needs, and whether our labor and creativity would be better applied elsewhere. We might ask, having done without it for a while, whether we really need so much air travel, Disneyworld vacations, or trade shows. What parts of the economy will we want to restore, and what parts might we choose to let go of? And on a darker note, what among the things that are being taken away right now – civil liberties, freedom of assembly, sovereignty over our bodies, in-person gatherings, hugs, handshakes, and public life – might we need to exert intentional political and personal will to restore?

For most of my life, I have had the feeling that humanity was nearing a crossroads. Always, the crisis, the collapse, the break was imminent, just around the bend, but it didn’t come and it didn’t come. Imagine walking a road, and up ahead you see it, you see the crossroads. It’s just over the hill, around the bend, past the woods. Cresting the hill, you see you were mistaken, it was a mirage, it was farther away than you thought. You keep walking. Sometimes it comes into view, sometimes it disappears from sight and it seems like this road goes on forever. Maybe there isn’t a crossroads. No, there it is again! Always it is almost here. Never is it here.

Now, all of a sudden, we go around a bend and here it is. We stop, hardly able to believe that now it is happening, hardly able to believe, after years of confinement to the road of our predecessors, that now we finally have a choice. We are right to stop, stunned at the newness of our situation. Because of the hundred paths that radiate out in front of us, some lead in the same direction we’ve already been headed. Some lead to hell on earth. And some lead to a world more healed and more beautiful than we ever dared believe to be possible.

I write these words with the aim of standing here with you – bewildered, scared maybe, yet also with a sense of new possibility – at this point of diverging paths. Let us gaze down some of them and see where they lead.

* * *

I heard this story last week from a friend. She was in a grocery store and saw a woman sobbing in the aisle. Flouting social distancing rules, she went to the woman and gave her a hug. “Thank you,” the woman said, “that is the first time anyone has hugged me for ten days.”

Going without hugs for a few weeks seems a small price to pay if it will stem an epidemic that could take millions of lives. There is a strong argument for social distancing in the near term: to prevent a sudden surge of Covid cases from overwhelming the medical system. I would like to put that argument in a larger context, especially as we look to the long term. Lest we institutionalize distancing and reengineer society around it, let us be aware of what choice we are making and why.

The same goes for the other changes happening around the coronavirus epidemic. Some commentators have observed how it plays neatly into an agenda of totalitarian control. A frightened public accepts abridgments of civil liberties that are otherwise hard to justify, such as the tracking of everyone’s movements at all times, forcible medical treatment, involuntary quarantine, restrictions on travel and the freedom of assembly, censorship of what the authorities deem to be disinformation, suspension of habeas corpus, and military policing of civilians. Many of these were underway before Covid-19; since its advent, they have been irresistible. The same goes for the automation of commerce; the transition from participation in sports and entertainment to remote viewing; the migration of life from public to private spaces; the transition away from place-based schools toward online education, the decline of brick-and-mortar stores, and the movement of human work and leisure onto screens. Covid-19 is accelerating preexisting trends, political, economic, and social.

While all the above are, in the short term, justified on the grounds of flattening the curve (the epidemiological growth curve), we are also hearing a lot about a “new normal”; that is to say, the changes may not be temporary at all. Since the threat of infectious disease, like the threat of terrorism, never goes away, control measures can easily become permanent. If we were going in this direction anyway, the current justification must be part of a deeper impulse. I will analyze this impulse in two parts: the reflex of control, and the war on death. Thus understood, an initiatory opportunity emerges, one that we are seeing already in the form of the solidarity, compassion, and care that Covid-19 has inspired.

The Reflex of Control

At the current writing, official statistics say that about 25,000 people have died from Covid-19. By the time it runs its course, the death toll could be ten times or a hundred times bigger, or even, if the most alarming guesses are right, a thousand times bigger. Each one of these people has loved ones, family and friends. Compassion and conscience call us to do what we can to avert unnecessary tragedy. This is personal for me: my own infinitely dear but frail mother is among the most vulnerable to a disease that kills mostly the aged and the infirm.

What will the final numbers be? That question is impossible to answer at the time of this writing. Early reports were alarming; for weeks the official number from Wuhan, circulated endlessly in the media, was a shocking 3.4%. That, coupled with its highly contagious nature, pointed to tens of millions of deaths worldwide, or even as many as 100 million. More recently, estimates have plunged as it has become apparent that most cases are mild or asymptomatic. Since testing has been skewed towards the seriously ill, the death rate has looked artificially high. In South Korea, where hundreds of thousands of people with mild symptoms have been tested, the reported case fatality rate is around 1%. In Germany, whose testing also extends to many with mild symptoms, the fatality rate is 0.4%. A recent paper in the journal Science argues that 86% of infections have been undocumented, which points to a much lower mortality rate than the current case fatality rate would indicate.

The story of the Diamond Princess cruise ship bolsters this view. Of the 3,711 people on board, about 20% have tested positive for the virus; less than half of those had symptoms, and eight have died. A cruise ship is a perfect setting for contagion, and there was plenty of time for the virus to spread on board before anyone did anything about it, yet only a fifth were infected. Furthermore, the cruise ship’s population was heavily skewed (as are most cruise ships) toward the elderly: nearly a third of the passengers were over age 70, and more than half were over age 60. A research team concluded from the large number of asymptomatic cases that the true fatality rate in China is around 0.5%. That is still five times higher than flu. Based on the above (and adjusting for much younger demographics in Africa and South and Southeast Asia) my guess is about 200,000-300,000 deaths in the US – more if the medical system is overwhelmed, less if infections are spread out over time – and 3 million globally. Those are serious numbers. Not since the Hong Kong Flu pandemic of 1968/9 has the world experienced anything like it.

My guesses could easily be off by an order of magnitude. Every day the media reports the total number of Covid-19 cases, but no one has any idea what the true number is, because only a tiny proportion of the population has been tested. If tens of millions have the virus, asymptomatically, we would not know it. Further complicating the matter is the high rate of false positives for existing testing, possibly as high as 80%. (And see here for even more alarming uncertainties about test accuracy.) Let me repeat: no one knows what is really happening, including me. Let us be aware of two contradictory tendencies in human affairs. The first is the tendency for hysteria to feed on itself, to exclude data points that don’t play into the fear, and to create the world in its image. The second is denial, the irrational rejection of information that might disrupt normalcy and comfort. As Daniel Schmactenberger asks, How do you know what you believe is true?

In the face of the uncertainty, I’d like to make a prediction: The crisis will play out so that we never will know. If the final death tally, which will itself be the subject of dispute, is lower than feared, some will say that is because the controls worked. Others will say it is because the disease wasn’t as dangerous as we were told.

To me, the most baffling puzzle is why at the present writing there seem to be no new cases in China. The government didn’t initiate its lockdown until well after the virus was established. It should have spread widely during Chinese New Year, when every plane, train, and bus is packed with people traveling all over the country. What is going on here? Again, I don’t know, and neither do you.

Whether the final global death toll is 50,000 or 500,000 or 5 million, let’s look at some other numbers to get some perspective. My point is NOT that Covid isn’t so bad and we shouldn’t do anything. Bear with me. Last year, according to the FAO, five million children worldwide died of hunger (among 162 million who are stunted and 51 million who are wasted). That is 200 times more people than have died so far from Covid-19, yet no government has declared a state of emergency or asked that we radically alter our way of life to save them. Nor do we see a comparable level of alarm and action around suicide – the mere tip of an iceberg of despair and depression – which kills over a million people a year globally and 50,000 in the USA. Or drug overdoses, which kill 70,000 in the USA, the autoimmunity epidemic, which affects 23.5 million (NIH figure) to 50 million (AARDA), or obesity, which afflicts well over 100 million. Why, for that matter, are we not in a frenzy about averting nuclear armageddon or ecological collapse, but, to the contrary, pursue choices that magnify those very dangers?

Please, the point here is not that we haven’t changed our ways to stop children from starving, so we shouldn’t change them for Covid either. It is the contrary: If we can change so radically for Covid-19, we can do it for these other conditions too. Let us ask why are we able to unify our collective will to stem this virus, but not to address other grave threats to humanity. Why, until now, has society been so frozen in its existing trajectory?

The answer is revealing. Simply, in the face of world hunger, addiction, autoimmunity, suicide, or ecological collapse, we as a society do not know what to do. Our go-to crisis responses, all of which are some version of control, aren’t very effective in addressing these conditions. Now along comes a contagious epidemic, and finally we can spring into action. It is a crisis for which control works: quarantines, lockdowns, isolation, hand-washing; control of movement, control of information, control of our bodies. That makes Covid a convenient receptacle for our inchoate fears, a place to channel our growing sense of helplessness in the face of the changes overtaking the world. Covid-19 is a threat that we know how to meet. Unlike so many of our other fears, Covid-19 offers a plan.

Our civilization’s established institutions are increasingly helpless to meet the challenges of our time. How they welcome a challenge that they finally can meet. How eager they are to embrace it as a paramount crisis. How naturally their systems of information management select for the most alarming portrayals of it. How easily the public joins the panic, embracing a threat that the authorities can handle as a proxy for the various unspeakable threats that they cannot.

Today, most of our challenges no longer succumb to force. Our antibiotics and surgery fail to meet the surging health crises of autoimmunity, addiction, and obesity. Our guns and bombs, built to conquer armies, are useless to erase hatred abroad or keep domestic violence out of our homes. Our police and prisons cannot heal the breeding conditions of crime. Our pesticides cannot restore ruined soil. Covid-19 recalls the good old days when the challenges of infectious diseases succumbed to modern medicine and hygiene, at the same time as the Nazis succumbed to the war machine, and nature itself succumbed, or so it seemed, to technological conquest and improvement. It recalls the days when our weapons worked and the world seemed indeed to be improving with each technology of control.

What kind of problem succumbs to domination and control? The kind caused by something from the outside, something Other. When the cause of the problem is something intimate to ourselves, like homelessness or inequality, addiction or obesity, there is nothing to war against. We may try to install an enemy, blaming, for example, the billionaires, Vladimir Putin, or the Devil, but then we miss key information, such as the ground conditions that allow billionaires (or viruses) to replicate in the first place.

If there is one thing our civilization is good at, it is fighting an enemy. We welcome opportunities to do what we are good at, which prove the validity of our technologies, systems, and worldview. And so, we manufacture enemies, cast problems like crime, terrorism, and disease into us-versus-them terms, and mobilize our collective energies toward those endeavors that can be seen that way. Thus, we single out Covid-19 as a call to arms, reorganizing society as if for a war effort, while treating as normal the possibility of nuclear armageddon, ecological collapse, and five million children starving.

The Conspiracy Narrative

Because Covid-19 seems to justify so many items on the totalitarian wish list, there are those who believe it to be a deliberate power play. It is not my purpose to advance that theory nor to debunk it, although I will offer some meta-level comments. First a brief overview.

The theories (there are many variants) talk about Event 201 (sponsored by the Gates Foundation, CIA, etc. last September), and a 2010 Rockefeller Foundation white paper detailing a scenario called “Lockstep,” both of which lay out the authoritarian response to a hypothetical pandemic. They observe that the infrastructure, technology, and legislative framework for martial law has been in preparation for many years. All that was needed, they say, was a way to make the public embrace it, and now that has come. Whether or not current controls are permanent, a precedent is being set for:

  • • The tracking of people’s movements at all times (because coronavirus)
  • • The suspension of freedom of assembly (because coronavirus)
  • • The military policing of civilians (because coronavirus)
  • • Extrajudicial, indefinite detention (quarantine, because coronavirus)
  • • The banning of cash (because coronavirus)
  • • Censorship of the Internet (to combat disinformation, because coronavirus)
  • • Compulsory vaccination and other medical treatment, establishing the state’s sovereignty over our bodies (because coronavirus)
  • • The classification of all activities and destinations into the expressly permitted and the expressly forbidden (you can leave your house for this, but not that), eliminating the un-policed, non-juridical gray zone. That totality is the very essence of totalitarianism. Necessary now though, because, well, coronavirus.

This is juicy material for conspiracy theories. For all I know, one of those theories could be true; however, the same progression of events could unfold from an unconscious systemic tilt toward ever-increasing control. Where does this tilt come from? It is woven into civilization’s DNA. For millennia, civilization (as opposed to small-scale traditional cultures) has understood progress as a matter of extending control onto the world: domesticating the wild, conquering the barbarians, mastering the forces of nature, and ordering society according to law and reason. The ascent of control accelerated with the Scientific Revolution, which launched “progress” to new heights: the ordering of reality into objective categories and quantities, and the mastering of materiality with technology. Finally, the social sciences promised to use the same means and methods to fulfill the ambition (which goes back to Plato and Confucius) to engineer a perfect society.

Those who administer civilization will therefore welcome any opportunity to strengthen their control, for after all, it is in service to a grand vision of human destiny: the perfectly ordered world, in which disease, crime, poverty, and perhaps suffering itself can be engineered out of existence. No nefarious motives are necessary. Of course they would like to keep track of everyone – all the better to ensure the common good. For them, Covid-19 shows how necessary that is. “Can we afford democratic freedoms in light of the coronavirus?” they ask. “Must we now, out of necessity, sacrifice those for our own safety?” It is a familiar refrain, for it has accompanied other crises in the past, like 9/11.

To rework a common metaphor, imagine a man with a hammer, stalking around looking for a reason to use it. Suddenly he sees a nail sticking out. He’s been looking for a nail for a long time, pounding on screws and bolts and not accomplishing much. He inhabits a worldview in which hammers are the best tools, and the world can be made better by pounding in the nails. And here is a nail! We might suspect that in his eagerness he has placed the nail there himself, but it hardly matters. Maybe it isn’t even a nail that’s sticking out, but it resembles one enough to start pounding. When the tool is at the ready, an opportunity will arise to use it.

And I will add, for those inclined to doubt the authorities, maybe this time it really is a nail. In that case, the hammer is the right tool – and the principle of the hammer will emerge the stronger, ready for the screw, the button, the clip, and the tear.

Either way, the problem we deal with here is much deeper than that of overthrowing an evil coterie of Illuminati. Even if they do exist, given the tilt of civilization, the same trend would persist without them, or a new Illuminati would arise to assume the functions of the old.

True or false, the idea that the epidemic is some monstrous plot perpetrated by evildoers upon the public is not so far from the mindset of find-the-pathogen. It is a crusading mentality, a war mentality. It locates the source of a sociopolitical illness in a pathogen against which we may then fight, a victimizer separate from ourselves. It risks ignoring the conditions that make society fertile ground for the plot to take hold. Whether that ground was sown deliberately or by the wind is, for me, a secondary question.

What I will say next is relevant whether or not SARS-CoV2 is a genetically engineered bioweapon, is related to 5G rollout, is being used to prevent “disclosure,” is a Trojan horse for totalitarian world government, is more deadly than we’ve been told, is less deadly than we’ve been told, originated in a Wuhan biolab, originated at Fort Detrick, or is exactly as the CDC and WHO have been telling us. It applies even if everyone is totally wrong about the role of the SARS-CoV-2 virus in the current epidemic. I have my opinions, but if there is one thing I have learned through the course of this emergency is that I don’t really know what is happening. I don’t see how anyone can, amidst the seething farrago of news, fake news, rumors, suppressed information, conspiracy theories, propaganda, and politicized narratives that fill the Internet. I wish a lot more people would embrace not knowing. I say that both to those who embrace the dominant narrative, as well as to those who hew to dissenting ones. What information might we be blocking out, in order to maintain the integrity of our viewpoints? Let’s be humble in our beliefs: it is a matter of life and death.

The War on Death

My 7-year-old son hasn’t seen or played with another child for two weeks. Millions of others are in the same boat. Most would agree that a month without social interaction for all those children a reasonable sacrifice to save a million lives. But how about to save 100,000 lives? And what if the sacrifice is not for a month but for a year? Five years? Different people will have different opinions on that, according to their underlying values.

Let’s replace the foregoing questions with something more personal, that pierces the inhuman utilitarian thinking that turns people into statistics and sacrifices some of them for something else. The relevant question for me is, Would I ask all the nation’s children to forego play for a season, if it would reduce my mother’s risk of dying, or for that matter, my own risk? Or I might ask, Would I decree the end of human hugging and handshakes, if it would save my own life? This is not to devalue Mom’s life or my own, both of which are precious. I am grateful for every day she is still with us. But these questions bring up deep issues. What is the right way to live? What is the right way to die?

The answer to such questions, whether asked on behalf of oneself or on behalf of society at large, depends on how we hold death and how much we value play, touch, and togetherness, along with civil liberties and personal freedom. There is no easy formula to balance these values.

Over my lifetime I’ve seen society place more and more emphasis on safety, security, and risk reduction. It has especially impacted childhood: as a young boy it was normal for us to roam a mile from home unsupervised – behavior that would earn parents a visit from Child Protective Services today. It also manifests in the form of latex gloves for more and more professions; hand sanitizer everywhere; locked, guarded, and surveilled school buildings; intensified airport and border security; heightened awareness of legal liability and liability insurance; metal detectors and searches before entering many sports arenas and public buildings, and so on. Writ large, it takes the form of the security state.

The mantra “safety first” comes from a value system that makes survival top priority, and that depreciates other values like fun, adventure, play, and the challenging of limits. Other cultures had different priorities. For instance, many traditional and indigenous cultures are much less protective of children, as documented in Jean Liedloff’s classic, The Continuum Concept. They allow them risks and responsibilities that would seem insane to most modern people, believing that this is necessary for children to develop self-reliance and good judgement. I think most modern people, especially younger people, retain some of this inherent willingness to sacrifice safety in order to live life fully. The surrounding culture, however, lobbies us relentlessly to live in fear, and has constructed systems that embody fear. In them, staying safe is over-ridingly important. Thus we have a medical system in which most decisions are based on calculations of risk, and in which the worst possible outcome, marking the physician’s ultimate failure, is death. Yet all the while, we know that death awaits us regardless. A life saved actually means a death postponed.

The ultimate fulfillment of civilization’s program of control would be to triumph over death itself. Failing that, modern society settles for a facsimile of that triumph: denial rather than conquest. Ours is a society of death denial, from its hiding away of corpses, to its fetish for youthfulness, to its warehousing of old people in nursing homes. Even its obsession with money and property – extensions of the self, as the word “mine” indicates – expresses the delusion that the impermanent self can be made permanent through its attachments. All this is inevitable given the story-of-self that modernity offers: the separate individual in a world of Other. Surrounded by genetic, social, and economic competitors, that self must protect and dominate in order to thrive. It must do everything it can to forestall death, which (in the story of separation) is total annihilation. Biological science has even taught us that our very nature is to maximize our chances of surviving and reproducing.

I asked a friend, a medical doctor who has spent time with the Q’ero on Peru, whether the Q’ero would (if they could) intubate someone to prolong their life. “Of course not,” she said. “They would summon the shaman to help him die well.” Dying well (which isn’t necessarily the same as dying painlessly) is not much in today’s medical vocabulary. No hospital records are kept on whether patients die well. That would not be counted as a positive outcome. In the world of the separate self, death is the ultimate catastrophe.

But is it? Consider this perspective from Dr. Lissa Rankin: “Not all of us would want to be in an ICU, isolated from loved ones with a machine breathing for us, at risk of dying alone- even if it means they might increase their chance of survival. Some of us might rather be held in the arms of loved ones at home, even if that means our time has come…. Remember, death is no ending. Death is going home.”

When the self is understood as relational, interdependent, even inter-existent, then it bleeds over into the other, and the other bleeds over into the self. Understanding the self as a locus of consciousness in a matrix of relationship, one no longer searches for an enemy as the key to understanding every problem, but looks instead for imbalances in relationships. The War on Death gives way to the quest to live well and fully, and we see that fear of death is actually fear of life. How much of life will we forego to stay safe?

Totalitarianism – the perfection of control – is the inevitable end product of the mythology of the separate self. What else but a threat to life, like a war, would merit total control? Thus Orwell identified perpetual war as a crucial component of the Party’s rule.

Against the backdrop of the program of control, death denial, and the separate self, the assumption that public policy should seek to minimize the number of deaths is nearly beyond question, a goal to which other values like play, freedom, etc. are subordinate. Covid-19 offers occasion to broaden that view. Yes, let us hold life sacred, more sacred than ever. Death teaches us that. Let us hold each person, young or old, sick or well, as the sacred, precious, beloved being that they are. And in the circle of our hearts, let us make room for other sacred values too. To hold life sacred is not just to live long, it is to live well and right and fully.

Like all fear, the fear around the coronavirus hints at what might lie beyond it. Anyone who has experienced the passing of someone close knows that death is a portal to love. Covid-19 has elevated death to prominence in the consciousness of a society that denies it. On the other side of the fear, we can see the love that death liberates. Let it pour forth. Let it saturate the soil of our culture and fill its aquifers so that it seeps up through the cracks of our crusted institutions, our systems, and our habits. Some of these may die too.

What world shall we live in?

How much of life do we want to sacrifice at the altar of security? If it keeps us safer, do we want to live in a world where human beings never congregate? Do we want to wear masks in public all the time? Do we want to be medically examined every time we travel, if that will save some number of lives a year? Are we willing to accept the medicalization of life in general, handing over final sovereignty over our bodies to medical authorities (as selected by political ones)? Do we want every event to be a virtual event? How much are we willing to live in fear?

Covid-19 will eventually subside, but the threat of infectious disease is permanent. Our response to it sets a course for the future. Public life, communal life, the life of shared physicality has been dwindling over several generations. Instead of shopping at stores, we get things delivered to our homes. Instead of packs of kids playing outside, we have play dates and digital adventures. Instead of the public square, we have the online forum. Do we want to continue to insulate ourselves still further from each other and the world?

It is not hard to imagine, especially if social distancing is successful, that Covid-19 persists beyond the 18 months we are being told to expect for it to run its course. It is not hard to imagine that new viruses will emerge during that time. It is not hard to imagine that emergency measures will become normal (so as to forestall the possibility of another outbreak), just as the state of emergency declared after 9/11 is still in effect today. It is not hard to imagine that (as we are being told), reinfection is possible, so that the disease will never run its course. That means that the temporary changes in our way of life may become permanent.

To reduce the risk of another pandemic, shall we choose to live in a society without hugs, handshakes, and high-fives, forever more? Shall we choose to live in a society where we no longer gather en masse? Shall the concert, the sports competition, and the festival be a thing of the past? Shall children no longer play with other children? Shall all human contact be mediated by computers and masks? No more dance classes, no more karate classes, no more conferences, no more churches? Is death reduction to be the standard by which to measure progress? Does human advancement mean separation? Is this the future?

The same question applies to the administrative tools required to control the movement of people and the flow of information. At the present writing, the entire country is moving toward lockdown. In some countries, one must print out a form from a government website in order to leave the house. It reminds me of school, where one’s location must be authorized at all times. Or of prison. Do we envision a future of electronic hall passes, a system where freedom of movement is governed by state administrators and their software at all times, permanently? Where every movement is tracked, either permitted or prohibited? And, for our protection, where information that threatens our health (as decided, again, by various authorities) is censored for our own good? In the face of an emergency, like unto a state of war, we accept such restrictions and temporarily surrender our freedoms. Similar to 9/11, Covid-19 trumps all objections.

For the first time in history, the technological means exist to realize such a vision, at least in the developed world (for example, using cellphone location data to enforce social distancing; see also here). After a bumpy transition, we could live in a society where nearly all of life happens online: shopping, meeting, entertainment, socializing, working, even dating. Is that what we want? How many lives saved is that worth?

I am sure that many of the controls in effect today will be partially relaxed in a few months. Partially relaxed, but at the ready. As long as infectious disease remains with us, they are likely to be reimposed, again and again, in the future, or be self-imposed in the form of habits. As Deborah Tannen says, contributing to a Politico article on how coronavirus will change the world permanently, ‘We know now that touching things, being with other people and breathing the air in an enclosed space can be risky…. It could become second nature to recoil from shaking hands or touching our faces—and we may all fall heir to society-wide OCD, as none of us can stop washing our hands.” After thousands of years, millions of years, of touch, contact, and togetherness, is the pinnacle of human progress to be that we cease such activities because they are too risky?

Life is Community

The paradox of the program of control is that its progress rarely advances us any closer to its goal. Despite security systems in almost every upper middle-class home, people are no less anxious or insecure than they were a generation ago. Despite elaborate security measures, the schools are not seeing fewer mass shootings. Despite phenomenal progress in medical technology, people have if anything become less healthy over the past thirty years, as chronic disease has proliferated and life expectancy stagnated and, in the USA and Britain, started to decline.

The measures being instituted to control Covid-19, likewise, may end up causing more suffering and death than they prevent. Minimizing deaths means minimizing the deaths that we know how to predict and measure. It is impossible to measure the added deaths that might come from isolation-induced depression, for instance, or the despair caused by unemployment, or the lowered immunity and deterioration in health that chronic fear can cause. Loneliness and lack of social contact has been shown to increase inflammation, depression, and dementia. According to Lissa Rankin, M.D., air pollution increases risk of dying by 6%, obesity by 23%, alcohol abuse by 37%, and loneliness by 45%.

Another danger that is off the ledger is the deterioration in immunity caused by excessive hygiene and distancing. It is not only social contact that is necessary for health, it is also contact with the microbial world. Generally speaking, microbes are not our enemies, they are our allies in health. A diverse gut biome, comprising bacteria, viruses, yeasts, and other organisms, is essential for a well-functioning immune system, and its diversity is maintained through contact with other people and with the world of life. Excessive hand-washing, overuse of antibiotics, aseptic cleanliness, and lack of human contact might do more harm than good. The resulting allergies and autoimmune disorders might be worse than the infectious disease they replace. Socially and biologically, health comes from community. Life does not thrive in isolation.

Seeing the world in us-versus-them terms blinds us to the reality that life and health happen in community. To take the example of infectious diseases, we fail to look beyond the evil pathogen and ask, What is the role of viruses in the microbiome? (See also here.) What are the body conditions under which harmful viruses proliferate? Why do some people have mild symptoms and others severe ones (besides the catch-all non-explanation of “low resistance”)? What positive role might flus, colds, and other non-lethal diseases play in the maintenance of health?

War-on-germs thinking brings results akin to those of the War on Terror, War on Crime, War on Weeds, and the endless wars we fight politically and interpersonally. First, it generates endless war; second, it diverts attention from the ground conditions that breed illness, terrorism, crime, weeds, and the rest.

Despite politicians’ perennial claim that they pursue war for the sake of peace, war inevitably breeds more war. Bombing countries to kill terrorists not only ignores the ground conditions of terrorism, it exacerbates those conditions. Locking up criminals not only ignores the conditions that breed crime, it creates those conditions when it breaks up families and communities and acculturates the incarcerated to criminality. And regimes of antibiotics, vaccines, antivirals, and other medicines wreak havoc on body ecology, which is the foundation of strong immunity. Outside the body, the massive spraying campaigns sparked by Zika, Dengue Fever, and now Covid-19 will visit untold damage upon nature’s ecology. Has anyone considered what the effects on the ecosystem will be when we douse it with antiviral compounds? Such a policy (which has been implemented in various places in China and India) is only thinkable from the mindset of separation, which does not understand that viruses are integral to the web of life.

To understand the point about ground conditions, consider some mortality statistics from Italy (from its National Health Institute), based on an analysis of hundreds of Covid-19 fatalities. Of those analyzed, less than 1% were free of serious chronic health conditions. Some 75% suffered from hypertension, 35% from diabetes, 33% from cardiac ischemia, 24% from atrial fibrillation, 18% from low renal function, along with other conditions that I couldn’t decipher from the Italian report. Nearly half the deceased had three or more of these serious pathologies. Americans, beset by obesity, diabetes, and other chronic ailments, are at least as vulnerable as Italians. Should we blame the virus then (which killed few otherwise healthy people), or shall we blame underlying poor health? Here again the analogy of the taut rope applies. Millions of people in the modern world are in a precarious state of health, just waiting for something that would normally be trivial to send them over the edge. Of course, in the short term we want to save their lives; the danger is that we lose ourselves in an endless succession of short terms, fighting one infectious disease after another, and never engage the ground conditions that make people so vulnerable. That is a much harder problem, because these ground conditions will not change via fighting. There is no pathogen that causes diabetes or obesity, addiction, depression, or PTSD. Their causes are not an Other, not some virus separate from ourselves, and we its victims.

Even in diseases like Covid-19, in which we can name a pathogenic virus, matters are not so simple as a war between virus and victim. There is an alternative to the germ theory of disease that holds germs to be part of a larger process. When conditions are right, they multiply in the body, sometimes killing the host, but also, potentially, improving the conditions that accommodated them to begin with, for example by cleaning out accumulated toxic debris via mucus discharge, or (metaphorically speaking) burning them up with fever. Sometimes called “terrain theory,” it says that germs are more symptom than cause of disease. As one meme explains it: “Your fish is sick. Germ theory: isolate the fish. Terrain theory: clean the tank.”

A certain schizophrenia afflicts the modern culture of health. On the one hand, there is a burgeoning wellness movement that embraces alternative and holistic medicine. It advocates herbs, meditation, and yoga to boost immunity. It validates the emotional and spiritual dimensions of health, such as the power of attitudes and beliefs to sicken or to heal. All of this seems to have disappeared under the Covid tsunami, as society defaults to the old orthodoxy.

Case in point: California acupuncturists have been forced to shut down, having been deemed “non-essential.” This is perfectly understandable from the perspective of conventional virology. But as one acupuncturist on Facebook observed, “What about my patient who I’m working with to get off opioids for his back pain? He’s going to have to start using them again.” From the worldview of medical authority, alternative modalities, social interaction, yoga classes, supplements, and so on are frivolous when it comes to real diseases caused by real viruses. They are relegated to an etheric realm of “wellness” in the face of a crisis. The resurgence of orthodoxy under Covid-19 is so intense that anything remotely unconventional, such as intravenous vitamin C, was completely off the table in the United States until two days ago (articles still abound “debunking” the “myth” that vitamin C can help fight Covid-19). Nor have I heard the CDC evangelize the benefits of elderberry extract, medicinal mushrooms, cutting sugar intake, NAC (N-acetyl L-cysteine), astragalus, or vitamin D. These are not just mushy speculation about “wellness,” but are supported by extensive research and physiological explanations. For example, NAC (general info, double-blind placebo-controlled study) has been shown to radically reduce incidence and severity of symptoms in flu-like illnesses.

As the statistics I offered earlier on autoimmunity, obesity, etc. indicate, America and the modern world in general are facing a health crisis. Is the answer to do what we’ve been doing, only more thoroughly? The response so far to Covid has been to double down on the orthodoxy and sweep unconventional practices and dissenting viewpoints aside. Another response would be to widen our lens and examine the entire system, including who pays for it, how access is granted, and how research is funded, but also expanding out to include marginal fields like herbal medicine, functional medicine, and energy medicine. Perhaps we can take this opportunity to reevaluate prevailing theories of illness, health, and the body. Yes, let’s protect the sickened fish as best we can right now, but maybe next time we won’t have to isolate and drug so many fish, if we can clean the tank.

I’m not telling you to run out right now and buy NAC or any other supplement, nor that we as a society should abruptly shift our response, cease social distancing immediately, and start taking supplements instead. But we can use the break in normal, this pause at a crossroads, to consciously choose what path we shall follow moving forward: what kind of healthcare system, what paradigm of health, what kind of society. This reevaluation is already happening, as ideas like universal free healthcare in the USA gain new momentum. And that path leads to forks as well. What kind of healthcare will be universalized? Will it be merely available to all, or mandatory for all – each citizen a patient, perhaps with an invisible ink barcode tattoo certifying one is up to date on all compulsory vaccines and check-ups. Then you can go to school, board a plane, or enter a restaurant. This is one path to the future that is available to us.

Another option is available now too. Instead of doubling down on control, we could finally embrace the holistic paradigms and practices that have been waiting on the margins, waiting for the center to dissolve so that, in our humbled state, we can bring them into the center and build a new system around them.

The Coronation

There is an alternative to the paradise of perfect control that our civilization has so long pursued, and that recedes as fast as our progress, like a mirage on the horizon. Yes, we can proceed as before down the path toward greater insulation, isolation, domination, and separation. We can normalize heightened levels of separation and control, believe that they are necessary to keep us safe, and accept a world in which we are afraid to be near each other. Or we can take advantage of this pause, this break in normal, to turn onto a path of reunion, of holism, of the restoring of lost connections, of the repair of community and the rejoining of the web of life.

Do we double down on protecting the separate self, or do we accept the invitation into a world where all of us are in this together? It isn’t just in medicine we encounter this question: it visits us politically, economically, and in our personal lives as well. Take for example the issue of hoarding, which embodies the idea, “There won’t be enough for everyone, so I am going to make sure there is enough for me.” Another response might be, “Some don’t have enough, so I will share what I have with them.” Are we to be survivalists or helpers? What is life for?

On a larger scale, people are asking questions that have until now lurked on activist margins. What should we do about the homeless? What should we do about the people in prisons? In Third World slums? What should we do about the unemployed? What about all the hotel maids, the Uber drivers, the plumbers and janitors and bus drivers and cashiers who cannot work from home? And so now, finally, ideas like student debt relief and universal basic income are blossoming. “How do we protect those susceptible to Covid?” invites us into “How do we care for vulnerable people in general?”

That is the impulse that stirs in us, regardless of the superficialities of our opinions about Covid’s severity, origin, or best policy to address it. It is saying, let’s get serious about taking care of each other. Let’s remember how precious we all are and how precious life is. Let’s take inventory of our civilization, strip it down to its studs, and see if we can build one more beautiful.

As Covid stirs our compassion, more and more of us realize that we don’t want to go back to a normal so sorely lacking it. We have the opportunity now to forge a new, more compassionate normal.

Hopeful signs abound that this is happening. The United States government, which has long seemed the captive of heartless corporate interests, has unleashed hundreds of billions of dollars in direct payments to families. Donald Trump, not known as a paragon of compassion, has put a moratorium on foreclosures and evictions. Certainly one can take a cynical view of both these developments; nonetheless, they embody the principle of caring for the vulnerable.

From all over the world we hear stories of solidarity and healing. One friend described sending $100 each to ten strangers who were in dire need. My son, who until a few days ago worked at Dunkin’ Donuts, said people were tipping at five times the normal rate – and these are working class people, many of them Hispanic truck drivers, who are economically insecure themselves. Doctors, nurses, and “essential workers” in other professions risk their lives to serve the public. Here are some more examples of the love and kindness eruption, courtesy of ServiceSpace:

Perhaps we’re in the middle of living into that new story. Imagine Italian airforce using Pavoratti, Spanish military doing acts of service, and street police playing guitars — to *inspire*. Corporations giving unexpected wage hikes. Canadians starting “Kindness Mongering.” Six year old in Australia adorably gifting her tooth fairy money, an 8th grader in Japan making 612 masks, and college kids everywhere buying groceries for elders. Cuba sending an army in “white robes” (doctors) to help Italy. A landlord allowing tenants to stay without rent, an Irish priest’s poem going viral, disabled activitists producing hand sanitizer. Imagine. Sometimes a crisis mirrors our deepest impulse — that we can always respond with compassion.

As Rebecca Solnit describes in her marvelous book, A Paradise Built in Hell, disaster often liberates solidarity. A more beautiful world shimmers just beneath the surface, bobbing up whenever the systems that hold it underwater loosen their grip.

For a long time we, as a collective, have stood helpless in the face of an ever-sickening society. Whether it is declining health, decaying infrastructure, depression, suicide, addiction, ecological degradation, or concentration of wealth, the symptoms of civilizational malaise in the developed world are plain to see, but we have been stuck in the systems and patterns that cause them. Now, Covid has gifted us a reset.

A million forking paths lie before us. Universal basic income could mean an end to economic insecurity and the flowering of creativity as millions are freed from the work that Covid has shown us is less necessary than we thought. Or it could mean, with the decimation of small businesses, dependency on the state for a stipend that comes with strict conditions. The crisis could usher in totalitarianism or solidarity; medical martial law or a holistic renaissance; greater fear of the microbial world, or greater resiliency in participation in it; permanent norms of social distancing, or a renewed desire to come together.

What can guide us, as individuals and as a society, as we walk the garden of forking paths? At each junction, we can be aware of what we follow: fear or love, self-preservation or generosity. Shall we live in fear and build a society based on it? Shall we live to preserve our separate selves? Shall we use the crisis as a weapon against our political enemies? These are not all-or-nothing questions, all fear or all love. It is that a next step into love lies before us. It feels daring, but not reckless. It treasures life, while accepting death. And it trusts that with each step, the next will become visible.

Please don’t think that choosing love over fear can be accomplished solely through an act of will, and that fear too can be conquered like a virus. The virus we face here is fear, whether it is fear of Covid-19, or fear of the totalitarian response to it, and this virus too has its terrain. Fear, along with addiction, depression, and a host of physical ills, flourishes in a terrain of separation and trauma: inherited trauma, childhood trauma, violence, war, abuse, neglect, shame, punishment, poverty, and the muted, normalized trauma that affects nearly everyone who lives in a monetized economy, undergoes modern schooling, or lives without community or connection to place. This terrain can be changed, by trauma healing on a personal level, by systemic change toward a more compassionate society, and by transforming the basic narrative of separation: the separate self in a world of other, me separate from you, humanity separate from nature. To be alone is a primal fear, and modern society has rendered us more and more alone. But the time of Reunion is here. Every act of compassion, kindness, courage, or generosity heals us from the story of separation, because it assures both actor and witness that we are in this together.

I will conclude by invoking one more dimension of the relationship between humans and viruses. Viruses are integral to evolution, not just of humans but of all eukaryotes. Viruses can transfer DNA from organism to organism, sometimes inserting it into the germline (where it becomes heritable). Known as horizontal gene transfer, this is a primary mechanism of evolution, allowing life to evolve together much faster than is possible through random mutation. As Lynn Margulis once put it, we are our viruses.

And now let me venture into speculative territory. Perhaps the great diseases of civilization have quickened our biological and cultural evolution, bestowing key genetic information and offering both individual and collective initiation. Could the current pandemic be just that? Novel RNA codes are spreading from human to human, imbuing us with new genetic information; at the same time, we are receiving other, esoteric, “codes” that ride the back of the biological ones, disrupting our narratives and systems in the same way that an illness disrupts bodily physiology. The phenomenon follows the template of initiation: separation from normality, followed by a dilemma, breakdown, or ordeal, followed (if it is to be complete) by reintegration and celebration.

Now the question arises: Initiation into what? What is the specific nature and purpose of this initiation?The popular name for the pandemic offers a clue: coronavirus. A corona is a crown. “Novel coronavirus pandemic” means “a new coronation for all.”

Already we can feel the power of who we might become. A true sovereign does not run in fear from life or from death. A true sovereign does not dominate and conquer (that is a shadow archetype, the Tyrant). The true sovereign serves the people, serves life, and respects the sovereignty of all people. The coronation marks the emergence of the unconscious into consciousness, the crystallization of chaos into order, the transcendence of compulsion into choice. We become the rulers of that which had ruled us. The New World Order that the conspiracy theorists fear is a shadow of the glorious possibility available to sovereign beings. No longer the vassals of fear, we can bring order to the kingdom and build an intentional society on the love already shining through the cracks of the world of separation.

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