1. Ninguna demanda es suficiente
Al contrario de lo que pueda parecer, Extinction Rebellion no trata sobre cambio climático. La cuestión del clima es más bien un vehículo para la expresión de un anhelo más profundo. Greta Thunberg y los activistas climáticos encarnan el rechazo a un sistema entero que va en contra de la vida. «Me niego a ir a la escuela. No voy a participar en esto. No quiero ser parte de este esquema.»
La emergencia climática encauza un rechazo intuitivo e inarticulado hacia el proyecto civilizatorio tal y como lo conocemos hoy en día. Podemos enfocarnos en él como la fuente de todo mal. Canaliza la aspiración revolucionaria de cambiarlo todo. Sin embargo, si mañana al despertar nos dijeran que la ciencia estaba equivocada y que la temperatura global ya se estabilizó, la energía que da impulso a los activistas persistiría, porque saben que el reto al que se enfrenta la humanidad no se trata de seguir como hasta ahora pero usando energía limpia. El «seguir como hasta ahora» no está funcionando, y cambiar de combustibles no lo va a cambiar. Los activistas de hoy, al igual que los pacifistas radicales de los 60, al igual que los manifestantes en contra de la globalización en los 90, al igual que el movimiento Occupy Wall Street, no quieren reformas modestas. Saben que las reformas modestas no son suficientes. Reconocen, conscientemente o no, que el ecocidio es una característica intrínseca y no un error salvable del sistema socioeconómico actual. Saben que podemos hacer mucho más que conformarnos con un mundo de constante pobreza, desigualdad, guerra, violencia doméstica, racismo y destrucción del medioambiente. Y saben que cada uno de estos factores genera y alimenta a los otros.
En otras palabras, la pregunta no es si nuestra civilización actual es sostenible. La pregunta es: ¿queremos seguir sosteniéndola? ¿No será posible algo mejor?
El octubre pasado tuve la oportunidad de hablar en la inauguración de la concentración de Extinction Rebellion en Berlín, y me atreví a conjeturar cuál es la razón de ser del movimiento. Lo que en el fondo queremos, dije, es que la humanidad vuelva a reconocer que la naturaleza es sagrada. Lo que realmente queremos es transformar la sociedad de dominio en una de participación, la conquista en co-creación, la extracción en regeneración, el daño en el cuidado, y la separación en amor. Y queremos efectuar esta transición en todas nuestras relaciones: económicas, ecológicas, políticas y personales. Por eso podemos decir que el amor es la revolución.
No es fácil traducir este objetivo en demandas políticas claras. Cada demanda que hacemos es o demasiado pequeña o demasiado grande. Si se puede concebir desde la política, la demanda es demasiado pequeña. Si está dentro de lo que las autoridades políticas pueden o están dispuestos a implementar, si encaja en el mundo político actual, es porque no requiere un cambio fundamental. En el mejor de los casos, estas demandas alivian algún síntoma, o sugieren una posible dirección hacia donde dirigirnos. En el peor caso, nos hacen cómplices del canto fúnebre que acompaña la marcha de la muerte del planeta.
Por otro lado, si nuestra demanda es proporcional a la magnitud del cambio que queremos ver, entonces por favor que alguien me diga a quién se le puede hacer este tipo de demanda. Es como si pensáramos que la economía industrial global y todo el aparato que la rodea es un tren de carga y podemos simplemente pedirle al maquinista que pare. Las élites corporativas y políticas están tan desamparadas como el resto del mundo, sujetas a fuerzas más allá de su control y de su entendimiento. Lo que de verdad queremos, ese mundo mejor que nuestros corazones saben que es posible, y cuya potencialidad sin realizar seguirá instigando nuevas rebeliones con cada generación, está mucho más allá del poder de cualquier autoridad. Esto no significa que no sea posible, ni que no podamos hacer nada para ayudar a que suceda. Pero tal vez lenguaje de la demanda no sea el apropiado.
El sistema basado en la combustión fósil está en auge. Se entrelaza con todos los aspectos de la vida moderna, desde la medicina hasta el transporte, la industria y la vivienda. Todos los activistas debemos de entender que pedir que pare el consumo de petróleo es pedir que cambie todo, y que esta demanda es imposible de cumplir. El objetivo de la demanda no es imposible: estamos aquí para cambiarlo todo. Pero no se puede formular como demanda, porque no existe nadie con la capacidad y el poder de cumplirla.
Los poderes actuales ni siquiera pueden cumplir con las demandas bien articuladas de Extinction Rebellion. Mira lo que sucede cuando los gobiernos aumentan los impuestos a las petroleras. El aumento del precio del combustible causa disturbios y protestas por todo el mundo, desde Francia hasta Ecuador, Indonesia o Zimbabue, y los gobiernos tienen que capitular o mandar al ejercito o a la policía a las calles para detener las protestas. (Por lo general terminan haciendo las dos cosas, ya mantener el precio del combustible como estaba no es suficiente para apaciguar el profundo malestar de la gente.) Los combustibles fósiles están tan integrados a la sociedad global que eliminarlos implica una disrupción total. Y tampoco es cosa de hacer la transición a energía solar, eólica, biomasa, o tal vez aplicar tecnologías de captación de carbono y de geoingeniería para bajar los niveles de carbono y seguir como hasta ahora. No. El problema de la intermitencia de las energías renovables, las leyes de uso de tierra, y las limitadas reservas de minerales preciosos hacen que este cambio sea inviable. Pero incluso si fuera posible seguir como hasta ahora, ¿es eso lo que queremos?
Si planteamos cualquier cosa como una demanda, seguimos atrapados en las mismas relaciones de poder existentes. Lo que podemos lograr se limita a las demandas que pueden cumplir aquellos que están en el poder, y en consecuencia los vemos como el enemigo cuando no pueden cumplir con nuestro ultimátum.
Una demanda implica una amenaza: «Haz lo que te pido, o de lo contrario…» Cuando exigimos algo imposible de cumplir a alguien y encima lo amenazamos con violencia o al menos con una gran molestia, nos hacemos de un enemigo. Los movimientos que funcionan así tienden a desaparecer con el tiempo, no a crecer. Se transforman en un pequeño batallón de mártires idealistas, alienados de la gente que están tratando de salvar e incapaces de lograr resultados tangibles. Es un patrón que hemos visto repetirse una y otra vez: la policía ratifica a los idealistas con algún acto de brutalidad con la excusa de mantener el orden, y entonces el debate se desvía. ¿Fue justificada la violencia de la policía? ¿Se puede justificar la violencia? ¿Quiénes son los buenos y quiénes los malos? La protesta se vuelve el centro del asunto, en vez de la razón por la cual se protesta. Los que protestan utilizan cada episodio de violencia de la policía como una palanca para poner de su lado a la opinión pública: «Nosotros somos los buenos de la película, porque miren lo horrible que es el gobierno«. Entonces empieza una guerra de medios, la lucha para controlar la narrativa. Dentro de sus respectivas burbujas mediáticas y las cajas de resonancia de sus redes sociales, cada facción se convence más y más de su propia virtud y de la bajeza moral del otro. Y así las dos partes representan su papel en este drama arquetípico que llamamos guerra, y asumen la vieja idea de que la clave para resolver cualquier conflicto es vencer al enemigo. Se progresa peleando, hay que luchar para ganar. Claramente, esta mentalidad de conquista subyace en el ecocidio de nuestra civilización. Necesitamos otro tipo de revolución.
Establecer un determinado grupo de enemigos para resolver una crisis es cómodo. Reemplazamos un objetivo que no sabemos cómo lograr (cambiarlo todo) con uno que sí podemos (derrocar a un líder, a un gobierno, tomar el poder). Así es como la ilusión del poder desvía la energía revolucionaria hacia objetivos menores. Si el maquinista no para la máquina, siempre podemos arrojarlo del tren y parar la máquina nosotros mismos. Pero probablemente, como casi todos los revolucionarios, nunca lograremos acceder al control del tren. Y en el improbable caso de que lo consigamos, y nos encontremos en la sala de máquinas, seguramente seamos tan incapaces de pararlo como el conductor anterior.
Todo esto no quiere decir que haya que tirar la toalla e irnos a casa. Hay que tener esperanza. La verdadera esperanza no es una negación ilusoria de la realidad, sino la premonición de una posibilidad real. Para alcanzar esta posibilidad, es necesario romper el círculo vicioso de «problema-solución» en el que cada solución genera el mismo problema, pero con otro disfraz. El diagnóstico convencional del cambio climático es en sí mismo parte del problema, y por lo tanto, también lo son las soluciones que se proponen. Si rompemos ese círculo vicioso, tal vez lleguemos a la conclusión de que necesitamos otras demandas, o más importante aún: tal vez encontremos formas de abordar esta crisis que se salgan completamente de la mentalidad de la demanda.
2. La exclusión y el reduccionismo del carbono
La incapacidad de nuestros líderes para hacer cambios significativos es un reflejo de la incapacidad del público. Escuché la historia de unos manifestantes londinenses que lograron detener un tren del metro. Sin duda, la idea que les motivó es que cualquier inconveniente sufrido por los pasajeros es insignificante comparado con la salvación de la raza humana. ¡Necesitamos una acción impactante! ¿Qué les parece un boicot general de todo el transporte público? Los usuarios del metro no los apoyaron con gran entusiasmo, claro. Uno decía: «¿Y qué tal si yo estoy en camino al hospital? ¿Has pensado en eso?» Muchos pasajeros eran gente que se dirigía a sus trabajos, de los que dependen sus familias. En mayor o menor medida, la mayoría de las vidas de las personas están vinculadas a esta máquina de destrucción planetaria. No tiene sentido apelar a la virtud individual para persuadirlos a usar menos, quemar menos y viajar menos, cuando estamos inmersos en un sistema que requiere que usemos, quememos y viajemos para sobrevivir.
Las tácticas disruptivas alienan a las personas que las sufren, y les dicen: «Lo siento, pero te vamos a sacrificar por La Causa», y «estamos aquí para salvarte, te guste o no». Actuando de este modo, los activistas crean la misma relación con el público que ellos tienen con las autoridades: nosotros de un lado, ustedes del otro.
¿Se les ocurren otros contextos en los que algunos seres humanos se tienen que sacrificar en contra de su voluntad por el bien mayor? ¿Contextos en los que ciertas personas se interponen en el camino del progreso? ¿En los que se anula la libertad de alguien sin su consentimiento? Esto no quiere decir que haya que obtener el consentimiento de todos los afectados antes de iniciar una acción de protesta. Simplemente es cosa de tenerlos en cuenta. Pausar un momento para ver el mundo a través de sus ojos, y tratar de entender su experiencia de vida. Eso es la empatía. La empatía desaparece cuando la niebla del juicio empaña el corazón.
Otro elemento que provoca desconfianza hacia los activistas es la superioridad moral intrínseca en su llamamiento a la virtud personal de los otros. Si nuestro activismo y nuestro estilo de vida orgánico y ecológico nos hace sentirnos virtuosos, si nos consideramos dignos de aceptación y de pertenencia en las filas de los que tienen la razón, estamos excluyendo a todos los demás, que pasan a formar parte de los inmorales, los ignorantes y los equivocados. Cuanto más nos empapemos del perfume de la superioridad moral, más apestaremos a santidad. En lugar de separarnos de los otros con nuestros juicios implacables, seríamos más eficaces si intentáramos comprender de verdad, con profundidad, la totalidad de las circunstancias de aquellos a quienes juzgamos. Esto se llama inclusión. Y es la puerta de entrada a una revolución del amor.
Este rechazo que genera el movimiento medioambiental en gran medida es el resultado de reducir «lo verde» a la contabilidad de la huella de carbono, una peligrosa simplificación que deja afuera a muchos seres, incluyendo seres humanos, que no parecen «contar». ¿Cuál es la huella de carbono de las ballenas? ¿De las tortugas? ¿De los que no tienen hogar? ¿De los presos? ¿De los ruiseñores? ¿De los búhos? ¿De los lobos? ¿Cuándo vamos a darnos cuenta de que los seres que excluimos son los más importantes? ¿Cuándo aprenderemos que estamos todos juntos en esto? Esta no es una revolución en la que hay que sacrificar a algunos seres por La Causa de salvar al mundo; es una en la que reconocemos que la sanación vendrá a través de la valoración de lo devaluado. Después de todo, no hay nada más excluido, enajenado y desvalorizado que la naturaleza misma. Valorar a los seres en términos de carbono, en una cantidad mesurable y sujeta a los análisis habituales de costo-beneficio, no es muy diferente a valorarlos en términos de dinero. Todos y todo lo que quede fuera de esta contabilidad regresará a atormentarnos, porque lo cierto es que todos son esenciales para crear y mantener las condiciones necesarias para que prospere la vida.
¿Qué es lo que devaluamos cuando contabilizamos la huella de carbono? ¿Qué es lo que no contamos? Para empezar, los ecosistemas. Para ampliar las tecnologías de «energía verde» como paneles solares, baterías, turbinas eólicas y vehículos eléctricos, se requeriría una expansión enorme de la minería. A veces se nos olvida lo que significan las grandes operaciones mineras. No son un hoyito en el suelo. Aquí va una descripción de la mina de plata Peñasquito, en México:
Cubre casi cien kilómetros cuadrados. La escala asombra e impresiona: un extenso complejo a cielo abierto arrancado las montañas, flanqueado por dos vertederos de residuos de casi dos kilómetros de largo cada uno, y una presa de relaves llena de lodos tóxicos retenidos por una pared de once kilómetros de diámetro y tan alta como un rascacielos de cincuenta pisos. Esta mina producirá 11.000 toneladas de plata en diez años antes de que sus reservas, las más grandes del mundo, se agoten.
Para que la economía mundial haga la transición hacia las energías renovables, necesitamos unas 130 minas más de la misma escala que Peñasquito. Eso solo para la plata.
Y después necesitamos más minas similares para satisfacer la demanda de cobre, neodimio, litio, cobalto y otros minerales imprescindibles para estas tecnologías de energía renovable. Cada una de esas minas causa un daño incalculable a los bosques y otros ecosistemas, envenena los mantos freáticos y genera grandes cantidades de desechos tóxicos. Y para acompañar a la devastación ecológica, también generan miseria social, y una geopolítica igual a la de la extracción de petróleo. Sin ir más lejos, ahí está Bolivia y su golpe de estado disfrazado de levantamiento, un país con unas enormes reservas de litio que el presidente derrocado, Evo Morales, planeaba nacionalizar.
Las otras tecnologías principales de energía renovable, la hidroeléctrica y la biomasa, cuando se producen a escala industrial, son tal vez incluso más dañinas que la minería desde el punto de vista ecológico, porque destruyen los ecosistemas a gran escala y desplazan a miles de personas. Esto no puede ser lo que los ecologistas tenemos en mente: convertir la biota de la Tierra en combustible y sus ríos en centrales eléctricas.
A quienes se preocupan por este planeta, yo les ruego que tengan cuidado con lo que desean. Tengan cuidado de no hacer las demandas equivocadas, las demandas que no cambian nada y que pueden causar más daño que bien. Tengan cuidado con las soluciones rápidas por las que están presionando con urgencia. Algunas de ellas podrían exacerbar el problema, y si se pueden negociar con el poder establecido es porque no son una amenaza real para el sistema.
Sin duda, la extracción de combustibles fósiles causa daños terribles en la tierra y el agua, independientemente del CO2 que después se produce al consumirlos. Tal vez sea momento de poner nuestros esfuerzos no tanto en rechazar las emisiones de carbono (y aceptar los daños colaterales de las «energías verdes»), sino de pensar en términos de un ecocidio y rechazar tanto los combustibles fósiles como los daños colaterales. Se trata de evitar ambos males, y de establecer un estándar nuevo y muy diferente de lo que cuenta como «verde».
Es hora de posicionarse para una cambio más profundo de lo que las métricas de carbono pueden abarcar. ¿Qué tipo de cambio se requiere para darnos cuenta de que el ecocidio es justamente lo que la palabra implica: un asesinato?
En gran medida, las causas profundas del cambio climático son las mismas que las de la violencia, la injusticia y el deterioro ecológico que acosan el planeta. Algunos dicen que la causa es el capitalismo, pero los antiguos países socialistas eran tan rapaces como los países capitalistas, si no más. Yo propongo que la causa fundamental del ecocidio es la historia mundial de la civilización moderna. Yo la llamo la Historia de la Separación: la historia que me mantiene separado de ti, a la humanidad separada de la naturaleza, al espíritu separado de la materia, y al alma separada del cuerpo; que sostiene que la plenitud y la conciencia del ser son la provincia exclusiva del ser humano, cuyo destino es por lo tanto elevarse y dominar sobre las fuerzas mecánicas de la naturaleza para imponer la inteligencia en un mundo que no la tiene. La Historia de la Separación es el sostén del capitalismo tal y como lo conocemos. Es el andamio de todos nuestros sistemas. Refleja la psicología de adaptación a estos sistemas. Cada elemento (historia, sistema y psicología) perpetua a los demás. La primera demanda de Extinction Rebellion es que el gobierno diga la verdad sobre el cambio climático, pero, ¿sabemos siquiera cuál es la verdad? ¿Quién está listo para decir la verdad, que la Tierra está viva? ¿Que la causa de la degradación ecológica se encuentra en las historias y mitos más profundos que la civilización se narra a sí misma? ¿Quién está preparado para decir la verdad: que lo que esta crisis requiere de nosotros es una transformación total, una iniciación hacia una nueva forma de civilización?
3. La Tierra Viva
Un rito de iniciación comienza con una crisis que disuelve lo que sabías y lo que eras. De los escombros del colapso que sucede en la iniciación, nace un nuevo yo en un mundo nuevo.
Las sociedades también puede experimentar una iniciación. El cambio climático es de alguna manera una iniciación para la civilización global actual. No es un «problemilla» que podamos resolver desde la cosmovisión dominante y sus soluciones establecidas. Más bien requiere que establezcamos una nueva Historia del Pueblo y una relación nueva (y muy antigua) con el resto de la vida.
Un elemento clave de esta transformación es abandonar la cosmovisión geomecánica y dirigirnos hacia la cosmovisión de la Tierra Viva. La crisis climática no se resolverá ajustando los niveles de gases atmosféricos, como si jugáramos con la mezcla de aire y combustible en un motor diésel. Más bien, una Tierra Viva sólo puede mantenerse saludable (o de hecho, mantenerse viva) si sus órganos y tejidos están sanos. Los bosques, el suelo, los humedales, los arrecifes de coral, los peces, las ballenas, los elefantes, las praderas de pastos marinos, los pantanos, los manglares y el resto de los sistemas y especies de la Tierra son los órganos y los tejidos de nuestro planeta. Si continuamos degradándolos y destruyéndolos, incluso si reducimos las emisiones a cero de la noche a la mañana, la Tierra seguirá muriendo, desangrándose por un millón de heridas.
La vida misma es la que mantiene las condiciones de la vida, a través de procesos tan complejos que aún no logramos entenderlos del todo. La vegetación emite compuestos volátiles que permiten la formación de nubes, que a su vez reflejan la luz solar. La megafauna transporta nitrógeno y fósforo a través de continentes y océanos para mantener el ciclo del carbono. Los bosques generan un surtidor biótico de baja presión persistente que trae lluvia al interior de los continentes y mantiene los patrones de flujo atmosférico. Las ballenas transportan nutrientes de las profundidades del océano a la superficie para alimentar al plancton. Los lobos controlan a las poblaciones de ciervos para que el sotobosque siga siendo viable, absorba la lluvia y prevenga sequías e incendios. Los castores ralentizan el progreso del agua fluvial hacia el mar, amortiguando las inundaciones y modulando la descarga de limo en las aguas costeras para que la vida pueda prosperar allí. Las aves migratorias y los peces como el salmón llevan nutrientes marinos hacia el interior de los continentes, alimentando a los bosques. Los micelios conectan áreas enormes en una red neuronal que supera al cerebro humano en su complejidad. Y todos estos procesos se entrelazan.
El argumento que propongo en mi libro Climate – A New Story es que el desorden climático del que culpamos a los gases de efecto invernadero está más bien directamente relacionado a la destrucción de los ecosistemas. Ha estado sucediendo durante milenios: allá donde los seres humanos han talado los bosques y han expuesto el suelo a la erosión, llegan las sequías y la desertificación. Es demasiado fácil culpar de todo a las emisiones de gases de efecto invernadero, y seguir reproduciendo nuestra cultura material utilizando energía renovable.
Mientras escribo esto, Australia está sufriendo una sequía e incendios sin precedentes. En Australia también se han dedicado a talar árboles a un ritmo de 5.000 kilómetros cuadrados al año. Insisto: es muy práctico culpar a todo de las emisiones mundiales de carbono.
La expresión «disrupción de ecosistemas» suena mucho más científica que «dañar y matar a los seres vivos». Pero desde el punto de vista de la Tierra Viva, la última frase es más precisa. Un bosque no es sólo una colección de árboles vivos: es un ser vivo en sí mismo. El suelo no es un medio en el que se da la vida; el suelo está vivo. También los ríos, los arrecifes y los mares. Es mucho más fácil degradar, explotar y matar a una persona cuando la consideramos como infrahumana; así mismo, también es más fácil destruir a los seres vivos de la Tierra si los consideramos carentes de conciencia e inertes. La tala indiscriminada, las minas de tiras, las marismas drenadas, los derrames de petróleo y todo lo demás, son inevitables si consideramos a la Tierra como una cosa muerta, insensata, como una pila instrumental de recursos.
Las historias que nos contamos a nosotros mismos son poderosas. Si consideramos al mundo como si estuviera muerto, lo matamos. Y si consideramos que el mundo está vivo, aprenderemos a cuidarlo.
* * *
El mundo está vivo. No es sólo el lugar donde se da la vida. Los bosques, los arrecifes y los humedales son sus órganos. El agua es su sangre. La tierra es su piel. Los animales son sus células. Esto no es una analogía exacta, pero sugiere una conclusión válida: que si uno solo de estos seres pierde su integridad, el planeta entero se marchita.
No voy a elaborar un argumento intelectual para demostrar por qué el planeta Tierra está vivo, que dependería de la definición que utilice del concepto de «vida». Es más, me gustaría ir más allá y decir también que la Tierra es sensible, consciente e inteligente, una afirmación científicamente insostenible. Así que en lugar de tratar de argumentar intelectualmente, le pediré al escéptico que se pare descalzo sobre la tierra y sienta la verdad de lo que digo con la planta de sus pies. Tengo el convencimiento de que por muy escéptico que seas, por mucho que pienses que la vida es un accidente químico provocado por las fuerzas ciegas de la física, todos nosotros llevamos dentro una llama de sabiduría que nos hace saber que la tierra, el agua, el suelo, el aire, el sol, las nubes y el viento están vivos y son conscientes, y que nos sienten de la misma manera que nosotros los sentimos.
Conozco bien al escéptico, porque soy uno de ellos. Una duda insidiosa se apodera de mí cuando paso mucho tiempo dentro de casa frente a una pantalla, rodeado de objetos inorgánicos estandarizados que reflejan la muerte de concepción moderna del mundo.
Seguramente la exhortación a descalzarse para conectar con la vida de la Tierra estaría fuera de lugar en una conferencia académica sobre el clima o una reunión del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático). Ocasionalmente, en estos eventos los asistentes participan en alguna especie de ceremonia cursi, o invitan a la persona indígena de turno para invocar las cuatro direcciones antes de que todos entren en la sala de conferencias y se pongan (por fin) a trabajar en sus datos y gráficos, modelos y proyecciones, costos y beneficios. En ese mundo, la realidad son los números. En este ambiente de abstracciones cuantitativas, aire acondicionado, luz artificial monótona, sillas idénticas y ángulos rectos, se ahuyenta cualquier rastro de vida excepto la humana. La naturaleza existe sólo como una representación, la Tierra está viva sólo en teoría, y probablemente no lo esté en absoluto.
«En ese mundo la realidad son los números». Qué irónico, dado que los números son la abstracción más absoluta. Si los números definen a los problemas, la mente «lógica» los intenta resolver con números. A mi matemático interno le encantaría resolver la crisis climática sopesando todas las políticas posibles según su huella de carbono neta. Asignaría un valor de gas invernadero a cada ecosistema, a cada tecnología, a cada proyecto energético. Luego aconsejaría usar más de este y menos de ese, compensar equis viajes en avión con la siembra de equis árboles, compensar la destrucción de los humedales aquí con paneles solares allá, y así ajustarse a un cierto presupuesto de gases de efecto invernadero. Aplicaría los métodos y formas de pensar de la contabilidad financiera (el dinero es, después de todo, otra forma de reducir el mundo a números). (El mundo de las finanzas es otro lugar donde la realidad son los números.)
Desafortunadamente, al igual que con el dinero, el reduccionismo del carbono ignora todo lo que parece no afectar el balance de la contabilidad. Por lo tanto, los expertos del clima despachan sin pensarlo demasiado los problemas ambientales tradicionales como la conservación de la vida silvestre, salvar a las ballenas o la limpieza de los residuos tóxicos. «Verde» significa «sin emisiones de carbono».
Bajo el punto de vista de la Tierra Viva esto es un gran error, ya que las ballenas, los lobos, los castores, las mariposas, y todos los demás seres ignorados son los órganos y tejidos que mantienen a Gaia entera.
Al compensar nuestros kilómetros de viaje aéreo con la siembra de árboles, o al abastecer nuestra electricidad con paneles solares y así autoproclamarnos «respetuosos con el medio ambiente», aliviamos nuestra conciencia y seguimos ocultando el daño que implica nuestro modo de vida actual. «Sostenibilidad» significa implícitamente el sostenimiento de la sociedad tal como la conocemos, pero con fuentes de combustible no fósil. Por eso los poderes establecidos dan la bienvenida a la narrativa climática que yo llamo reduccionismo del carbono. Incluso las compañías de combustibles fósiles están de acuerdo con esta narrativa, ya que significa que pueden continuar con el negocio como de costumbre, siempre y cuando implementemos tecnología de captura de carbono y geoingeniería.
La amenaza real para la biosfera es en realidad peor de lo que la mayoría de la gente, incluso en la izquierda, entiende; incluye y trasciende el clima, y sólo podremos hacerle frente a través de una respuesta multidimensional de cuidados. La Tierra está a punto de morir por una falla múltiple de órganos. En palabras del naturalista J.B. MacKinnon, vivimos en «el mundo del diez por ciento», una estadística poética para describir la diezma de la vida en la Tierra que comenzó con las primeras civilizaciones masivas y se aceleró desde la era industrial hasta nuestros días. Hoy queda tal vez el 10% de las ballenas que había antes de la caza comercial de ballenas. Alrededor del 10% de los peces depredadores. La mitad de los manglares asiáticos. El 20% de las praderas marinas del Atlántico. El 1% de los bosques vírgenes de América del Norte, y la mitad del número de árboles a nivel mundial. Una disminución del 30% de las aves durante mi vida, y una disminución del 50% – 80% en los insectos. Y la lista es mucho más larga.
Y sí, estaría bien poder culpar de todo esto a una sola causa, es decir, al cambio climático. Así podríamos operar en el territorio familiar del reduccionismo. En principio sabríamos qué hacer. Cuando la causa comprende una multitud de causas (herbicidas, insecticidas, contaminación acústica, contaminación electromagnética, residuos tóxicos, residuos farmacéuticos, desarrollo de la tierra, erosión del suelo, sobrepesca, destrucción forestal, agotamiento de los acuíferos, eliminación de animales superpredadores y efecto invernadero, cada uno interactuando sinérgicamente con los demás) entonces no hay una solución única. No saber qué hacer es incómodo. Es tentador dejarse llevar por la ilusión de una sola causa. Pero no saber qué hacer es mucho mejor que pensar, falsamente, que sí lo sabemos.
4. La nuevas prioridades
Con ecosistemas saludables, el aumento del CO2 y el metano y la elevación de la temperatura no serían un problema tan grave. Hagan memoria: durante el Holoceno temprano las temperaturas fueron más altas que hoy, así como durante el Período Cálido Minoico, el Período Cálido Romano y el Período Cálido Medieval, y no hubo bucle de realimentación por emisiones de metano ni nada por el estilo. Un ser vivo con órganos fuertes y tejidos sanos puede resistir lo que sea.
Lamentablemente, los órganos de la Tierra se encuentran dañados y sus tejidos, envenenados. Está delicado, nuestro planeta. Claro que es importante reducir las emisiones de efecto invernadero. Sin embargo, la idea de un Planeta Vivo da lugar a un orden diferente de prioridades que el que sugiere el discurso climático convencional. Muchas de estas prioridades pueden traducirse en demandas y políticas factibles que los gobiernos, las empresas y los individuos podrían adoptar en este momento, con efectos tangibles, reales.
La primera prioridad es proteger todos los bosques tropicales primarios que nos quedan, y otros ecosistemas intactos como pastizales nativos, arrecifes de coral, manglares, praderas marinas y humedales. Todos los ecosistemas prístinos son verdaderos tesoros. Son reservas de biodiversidad, invernaderos donde se regenera la vida. En ellos reside la inteligencia más profunda de la tierra, sin la cual la sanación completa es imposible. En ellos Gaia conserva intacta la memoria de su propia salud. Ahora mismo, mientras escribo esto, la selva amazónica está en llamas, y la situación en la segunda selva tropical más grande, en el Congo, es aún peor. La tercera más grande, en Nueva Guinea, también está seriamente amenazada por la tala y las plantaciones de aceite de palma. Incluso en la narrativa del carbono, estos lugares son importantes; en la narrativa de la Tierra Viva, son órganos vitales. Si la narrativa del carbono sirve para su protección, bien; pero no debemos propagar la noción de que su valor es reducible a su capacidad de almacenamiento de carbono.
La segunda prioridad es reparar y regenerar los ecosistemas deteriorados en todo el mundo. Esto requiere de las siguientes acciones:
– Expansión masiva de las áreas de protección marinas para la regeneración oceánica.
– Prohibición de la pesca de arrastre, redes de deriva y otras prácticas de pesca industrial.
– Prácticas agrícolas regenerativas del suelo, como el cultivo de cobertura, la agricultura perenne, la agroforestería y el pastoreo holístico.
– Forestación y reforestación
– Paisajes de retención de agua para reparar el ciclo hidrológico
– Reintroducción y protección de especies clave, superpredadores y megafauna.
Para que la regeneración sea eficaz, no podemos usar fórmulas preestablecidas. Cada lugar es único. Puede que lo que funcione en un valle o en una granja no sirva en otro lugar. Si consideramos las localidades y ecosistemas de este planeta como seres vivos y no como conjuntos de datos, nos damos cuenta de que es necesario un conocimiento íntimo basado en el territorio. La ciencia cuantitativa puede ser parte del desarrollo de este conocimiento, pero no puede sustituir la observación cercana y cualitativa de los agricultores y las personas nativas que han interactuado con la tierra todos los días a lo largo de generaciones.
La mente científica no puede comprender del todo la profundidad y la sutileza del conocimiento de los cazadores-recolectores y campesinos tradicionales. Este conocimiento, codificado en cuentos, refranes, rituales y costumbres, integra a sus poseedores en los órganos de la tierra y el mar y los hace partícipes en la adaptación de la vida en la Tierra. Desafortunadamente, gran parte de lo que se denomina «desarrollo», incluso el desarrollo sostenible, socava su forma de vida y la somete a la economía global de los productos básicos. Cuando el desarrollo significa la integración en la economía global, la moneda fuerte que se requiere para pagar los préstamos y la importación de alta tecnología sólo puede generarse a partir de la exportación de los recursos naturales, que se obtienen a través de la tala masiva, la minería y la agricultura industrial. Por lo tanto, las dos primeras prioridades que mencioné arriba nos obligan a repensar todo el paradigma del desarrollo, junto con su sistema financiero asociado.
La tercera prioridad es dejar de envenenar el planeta con pesticidas, herbicidas, insecticidas, plásticos, desechos tóxicos, metales pesados, antibióticos, contaminación electromagnética, fertilizantes químicos, residuos farmacéuticos, residuos radiactivos y otros contaminantes industriales. Todos ellos en conjunto debilitan los tejidos de la Tierra, impregnando toda la biosfera hasta el punto en que, por ejemplo, ahora las orcas presenta unos niveles tal altos de PCB que sus cuerpos se pueden clasificar como residuos tóxicos. Los insecticidas neonicotinoides impregnan los sistemas terrestres, lo que conduce a la disminución de las poblaciones de insectos y a su vez el número de aves disminuye, y sigue el resto de la red alimentaria. En los océanos, el plancton, la base de la cadena alimentaria, está bajo constante ataque por los escurrimientos de desechos agrícolas, la contaminación química, los estudios sísmicos y la diezma de superpredadores. En las grandes áreas agrícolas industriales, la tierra está prácticamente muerta, convertida en polvo yermo, después de décadas de uso de fertilizantes químicos y pesticidas. Enormes extensiones de tierra en diferentes continentes son rociadas rutinariamente con insecticidas para intentar controlar los vectores de enfermedades o las especies invasoras. La biota de la Tierra se encuentra bajo constante asalto.
La cuarta prioridad es reducir los niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Los cambios bruscos en la composición atmosférica estresan aún más a los sistemas de vida que ya han sido debilitados peligrosamente por el desarrollo, la extracción y la contaminación. Los ecosistemas que anclaban los patrones de flujos atmosféricos, en particular bosques, sabanas y humedales, están gravemente dañados. Por otro lado, los gases de efecto invernadero han intensificado el flujo termodinámico del sistema, lo que a su vez altera aún más los patrones atmosféricos y daña a los ecosistemas ya debilitados. Sin embargo, incluso sin el aumento de los gases de efecto invernadero, la matanza masiva de la vida es más que suficiente para causar un desastre. Las emisiones de combustibles fósiles intensifican una situación ya de por sí precaria.
Si te inquieta que considere la reducción de los gases de efecto invernadero como una cuarta prioridad, considera que la reducción de emisiones sería una consecuencia inevitable de las otras tres prioridades. Por un lado, proteger y reparar los ecosistemas requeriría una moratoria para nuevos oleoductos, pozos petrolíferos en alta mar, fracturación hidráulica, excavación de arenas petrolíferas, remoción de cimas de montaña, minas de tiras y otros tipos de extracción de combustibles fósiles, ya que todos ellos implican graves daños y riesgos ecológicos. Para amar y cuidar cada parte de este planeta, tenemos que transformar la infraestructura de combustibles fósiles independientemente de la cuestión de los gases de efecto invernadero.
Es más: la reforestación y la agricultura regenerativa pueden captar enormes cantidades de carbono. Las estimaciones varían mucho en cuanto a la cantidad de captación del manejo holístico del ganado y la siembra directa, pero los mejores agricultores como Allan Savory, Gabe Brown y Ernst Gotsch logran captar entre 8 y 20 toneladas por hectárea anualmente, e igualan o superan en productividad a los agricultores convencionales, sin usar (o usando muy pocos) productos químicos. Si tenemos en cuenta que utilizamos 5 mil millones de hectáreas de tierra para pastos o cultivos a nivel mundial, la transición de tan solo un 10-25% de toda esa superficie hacia este tipo de métodos podría compensar el 100% de las emisiones mundiales actuales. Por supuesto, no todos los agricultores o ganaderos van a alcanzar inmediatamente el éxito de innovadores como Savory, Brown o Gotsch, pero el potencial es enorme. Además, incluso los escépticos del calentamiento global apoyarían estas prácticas por sus efectos beneficiosos para la biodiversidad, los acuíferos y el ciclo del agua. El suelo sano absorbe la lluvia como una esponja, mitigando las inundaciones, y posteriormente, a través de la transpiración, la libera gradualmente al aire, extendiendo la temporada de lluvias y transportando el calor de la superficie a la atmósfera, desde donde se irradia al espacio. Por lo tanto, contribuye al enfriamiento y a la resistencia frente al cambio climático.
Es una paradoja, pero lo cierto es que no necesitamos usar el argumento del efecto invernadero para reducir los gases de efecto invernadero. Las prioridades mencionadas anteriormente implican una infinidad de objetivos concretos y alcanzables de protección y regeneración que, sumados, podrían superar lo que el movimiento climático demanda, pero desde una motivación diferente. Sin embargo, hay divergencias significativas. El enfoque de la Tierra Viva rechaza los grandes proyectos hidroeléctricos porque destruyen humedales, degradan los ríos y alteran el flujo de limo hacia el mar. Las plantaciones de biocombustibles que están arrasando vastas áreas de África, Asia y América del Sur son una aberración, ya que a menudo arrasan los ecosistemas naturales y la agricultura sostenible a pequeña escala de los campesinos. Rechaza también proyectos de geoingeniería como el de blanquear el cielo con aerosoles de azufre estratosférico. Las máquinas gigantes de succión de carbono (tecnología de captura y almacenamiento de carbono) no sirven para nada bajo este enfoque. Contempla con horror la destrucción de bosques de todo el mundo para producir las astillas de madera que se requieren para convertir las centrales termoeléctricas de carbón. Desconfía de las enormes turbinas eólicas que matan aves y de los vastos paisajes desolados de paneles fotovoltaicos.
Considerar a la Tierra como ser vivo es un poco lo mismo que considerarla sagrada. Es un paso que nos acerca a la veneración de todos los seres. ¿No es precisamente eso lo que quiere alcanzar la movilización climática?
5. Deuda y guerra
Respetar a todos los seres es la base de una revolución del amor. Sin respeto, barajamos las cartas sin cambiar el juego. La víctima se convierte en perpetrador, el perpetrador se convierte en víctima, el odio se torna en ira, el castigo secuestra a la justicia, la derrota engendra venganza y la victoria, nuevos enemigos.
La veneración es lo que motiva las cuatro prioridades que he esbozado, prioridades que no se pueden diferenciar de otros aspectos del cuidado global. Cualquier otra cuestión de justicia social, política, económica, racial o sexual (cualquier restauración de la humanidad de quienes han sido despojados de ella), forma parte de estas prioridades, pero no como complementos políticamente correctos, sino como componentes estructurales del mismo edificio. Ninguna de ellas cuenta sin las demás. Entre estas cuestiones, sin embargo, hay dos que me parecen importantes de resaltar, porque establecen el tono y el patrón para todas las demás: la deuda y la guerra.
Imagínate que eres un país: Ecuador, sin ir más lejos. La comunidad mundial se te acerca en forma de un hombre ondeando una bandera de la Tierra, y te dice: «¡Protege tus selvas tropicales! ¡Protejan sus ríos, sus humedales y su tierra! El destino del mundo depende de ello». Luego baja la bandera, saca un arma, te la pone en la frente y agrega: «Sin embargo, tienes que seguir pagando la deuda», aún sabiendo que la única manera de que puedas lograrlo es precisamente liquidando esas selvas tropicales, ríos, humedales y tierras. Si te niegas, el castigo es inmediato. El mercado internacional de bonos te abandona. Tu moneda se devalúa. Las corporaciones transnacionales y sus naciones-estado aliadas te cambian de gobierno. El nuevo gobierno, celebrado como «democrático», instituye la austeridad, elimina las barreras al saqueo ecológico y es recompensado con más préstamos para el desarrollo.
Nada de esto sucede por la malicia de los banqueros, de los burócratas del «Estado profundo», de los imperialistas militares, o de la Orden de los Iluminados de Baviera y los extraterrestres reptilianos que dirigen los asuntos mundiales tras bambalinas. Sucede porque existe una necesidad sistémica de crecimiento económico. Un sistema monetario que se basa en los intereses de la deuda requiere un crecimiento sin fin para funcionar, y genera una presión sin fin sobre todos sus participantes para hacer algo, cualquier cosa, lo que sea, que transforme a la naturaleza en productos y propiedades, y a las relaciones humanas en servicios.
Lo de los extraterrestres reptilianos era una broma. Estaría increíble poder señalar con el dedo a alguien, o a algo, contra lo que pudiéramos luchar para salvar al mundo. Conquistar el mal es el desenlace más antiguo de todas las historias del mundo, una solución seductora pero falsa que oculta la complejidad y aliviana la incomodidad de no saber qué hacer. Pero si el mal estuviera a cargo del mundo, todo lo que tendría que hacer es instalar un sistema monetario basado en intereses, sentarse cómodamente y disfrutar del caos.
Mi libro Sacred Economics (La economía sagrada) es tan solo uno de los muchos que describen lo que debe cambiar para que la economía vaya mano a mano con la ecología. Es posible y factible una nueva economía que entienda el progreso en términos distintos al del crecimiento, y la riqueza no en términos de cantidad. Por ahora, sólo mencionaré un primer paso hacia esta economía, algo que algún día, pronto, tenderemos que exigir: la cancelación de la deuda a gran escala. La deuda es fundamental para que funcione la máquina de crecimiento que consume al mundo.
La máquina del crecimiento extiende sus relaciones de mercado en cada rincón de la vida. En una relación de mercado, cada parte trata de obtener el mayor beneficio, y los otros seres se convierten en instrumentos de su propio interés. Por lo tanto, el punto de partida de todas las relaciones, en principio, es de hostilidad. La deuda en particular es una forma de ejercer poder sobre otros; como dice David Graeber, detrás del contador, siempre hay un hombre armado.
La separación y la dominación inherentes a las relaciones económicas basadas en la deuda adoptan una forma extrema en el fenómeno de la guerra. La industria de la guerra consume grandes cantidades de dinero, energía y materiales, pero la mayor amenaza para el futuro radica en su capacidad de fracturar la voluntad humana colectiva. Para cambiar el rumbo hacia el cuidado mutuo se requieren solidaridad y afinidad de propósitos: tenemos que estar todos de acuerdo. Si agotamos nuestra creatividad y nuestra vitalidad luchando entre nosotros, ¿qué nos queda para realizar esta profunda transición? Nuestro barco se acerca peligrosamente a una vorágine. Tal vez, si todos remáramos al mismo ritmo, podríamos escapar del remolino gigante; sin embargo, la tripulación lucha entre sí en la cubierta mientras la nave se precipita hacia su perdición.
Mientras la guerra en todas sus formas se ensañe sobre este planeta, ninguna de las cuatro prioridades de la Tierra Viva podrá suceder. Cuando el respeto y la veneración son la raíz de la revolución, entonces el verdadero revolucionario es quien trabaja por la paz. La ideología de guerra genera un clima psíquico inhóspito para el respeto y la veneración, porque deshumaniza al enemigo y es incapaz de simpatizar con los seres que se crucen en el camino del esfuerzo bélico. De la misma manera, la economía moderna ha hecho de la naturaleza un objeto y es incapaz de empatizar con quien sea que impida o cuestione su beneficio.
La ideología bélica va mucho más allá del conflicto militar. La intensa polarización política actual es otra de sus expresiones. La división en campos opuestos, la deshumanización del otro, la asociación de la virtud moral con el esfuerzo bélico, la creencia de que vencer al enemigo es la solución a nuestros problemas: este es el lenguaje de la guerra. Si tu estrategia política es inflamar al público en contra de los políticos corruptos, las malvadas corporaciones o la violencia policial, estás librando una guerra. Si crees que los otros son peores, menos éticos, menos conscientes o menos espirituales que tú, estás al borde de la guerra. Sí, expón las acciones que están destruyendo al mundo. Pero no las atribuyas a la perfidia de los otros, y no te hagas la ilusión de que despedir a los actores cambiará el guión.
6. Polarización y negación
Anteriormente mencioné la polémica afirmación de que durante el Período Cálido Medieval hizo más calor que en el presente. Me gustaría volver a examinar esto, no porque crea que sea importante establecer si esta afirmación es cierta o no, sino porque ofrece una ventana al problema de esa polarización que tiene a nuestra cultura estancada en un patrón de inacción por cada cuestión importante, y no sólo la del cambio climático.
Las reconstrucciones gráficas de los registros de temperatura del pasado parecen mostrar que estamos viviendo en el periodo más cálido de los últimos diez mil años. Por otro lado, los escépticos critican los fundamentos metodológicos y estadísticos de estos estudios, y aducen evidencia de temperaturas cálidas tempranas, como el aumento de los niveles del mar en el Holoceno temprano y medio, o las líneas de árboles a cientos de kilómetros al norte de donde están hoy.
Después de varios años de investigación, yo podría argumentar a favor de cualquiera de los dos lados de la polémica. Podría demostrar con extensas citas que el Período cálido medieval (también conocido como Óptico climático medieval) no fue realmente tan cálido como se piensa, y que además se concentró principalmente en el Atlántico Norte y la cuenca mediterránea. Pero también podría argumentar, citando de nuevo docenas de documentos revisados por pares, que la anomalía fue, de hecho, significativa y global. Lo mismo ocurre con casi todos los aspectos del debate sobre el clima: puedo argumentar a favor de cualquiera de los dos lados y satisfacer a los partidarios de cada versión.
Tal vez ya se te hayan puesto los pelos de punta, lector, al pensar que estoy insinuando que ambas partes del conflicto son iguales; que los pseudocientíficos de derecha financiados por empresas sin escrúpulos cuya codicia pone en riesgo la supervivencia de toda la humanidad son iguales a los humildes científicos respaldados por instituciones autorreguladas por el arbitraje de pares, garantía de que la posición de consenso de la ciencia se acerca cada vez más a la verdad. ¿O tal vez es que un bando está formado por disidentes valerosos que arriesgan sus carreras para cuestionar la ortodoxia reinante, y el otro por los profesionales que piensan en grupo, que son reacios al riesgo y están en deuda con la agenda global de los «activistas climáticos» y los «verdes» de la izquierda radical?
La diatriba polarizadora sugiere que hay mucho ego invertido en cada una de las posturas, y dudo de que cualquiera de las partes se digne a considerar evidencia que contradiga su punto de vista. Ni siquiera pueden ponerse de acuerdo sobre lo que constituye un hecho. Cada uno de los múltiples puntos de vista, que van desde el catastrófico y el alarmista hasta el escéptico, parece ocupar su propio túnel de realidad. Al someter información contradictoria a un escrutinio hostil, cada uno acepta sin dudar cualquier cosa que refuerce su propia posición. Por lo tanto, es poco probable que nadie admita que está equivocado. ¡Y eso, querido lector, te incluye!
Frente a la extrema polarización de la sociedad occidental hoy en día, yo he adoptado una regla general que se puede aplicar tanto a los problemas en pareja como a la política: siempre, el tema más importante es el que queda fuera de la discusión, el que ambas partes del conflicto se niegan a ver. Tomar partido en la pelea es validar los términos del debate y seguir ocultando los temas que verdaderamente importan. ¿En qué están de acuerdo todas las partes sin decirlo? ¿Qué se da por sentado? ¿Qué preguntas no se hacen? ¿No será que la vehemencia del debate está encubriendo algo que realmente necesita nuestra atención?
Un acuerdo tácito en el debate climático es restringir la cuestión de la salud planetaria al problema de que si el calentamiento global se debe a los gases de efecto invernadero o no. Al fijar la alarma sobre el deterioro ecológico causado por el calentamiento global, insinuamos que si los escépticos tienen razón, entonces no hay motivo para alarmarse. En el paradigma de la Tierra Viva, hay motivos para la alarma independientemente de quién tenga la respuesta correcta. Sin embargo, el movimiento climático, comprometido con la narrativa de calentamiento desbocado, debe demostrar a toda costa que los escépticos se equivocan, incluso hasta el punto de excluir la evidencia de temperaturas cálidas históricas, ya que éstas no se ajustan a la narrativa.
En el campamento de los alarmistas, el calentamiento es la señal más clara del deterioro antropogénico de la biosfera y la condición humana que lo impulsa. Algo está muy mal; algo que involucra todo. Desafortunadamente, el movimiento ambiental ha aceptado en gran medida que el calentamiento global es el representante de la maldad omnipresente (la verdadera causa de su disidencia). Al hacerlo, me temo que el movimiento ha cedido un espacio sagrado y ha aceptado participar en un terreno incierto. En términos de marketing, está optando por una venta agresiva en vez de una venta fácil. Opta por una narrativa de miedo (los costos del cambio climático) en vez de una que viene del amor (salvar los preciados bosques). Condiciona el cuidado de la tierra a la aceptación previa de una teoría políticamente cargada que requiere confianza en la institución de la ciencia y en el sistema de autoridades que sostiene a la ciencia. Esto, en un momento en que la confianza en la autoridad está, con razón, en decadencia.
En cuanto a los escépticos, me temo que el insulto de «negacionistas» es acertado. Independientemente de que las críticas a la institución de la ciencia climática sean válidas o no, la posición escéptica suele formar parte de una identidad política más amplia que, para mantener su solvencia, debe descartar todos los problemas ambientales junto con del calentamiento global. Apegados a la postura de que todo está bien, los escépticos del clima suelen insistir en sus blogs en que los residuos plásticos, los residuos radiactivos, los contaminantes químicos, la pérdida de biodiversidad, la contaminación electromagnética, los OMG, los pesticidas, etc., tampoco son un problema; por lo tanto, no es necesario cambiar nada.
Temerosos del profundo cambio que se nos avecina, los escépticos del clima son sólo los «negacionistas» más obvios, porque la corriente principal del calentamiento global de alguna manera también perpetua una negación al suscribir su plan de sostenibilidad basado en cambiar las fuentes de energía. El oxímoron que tanto se escucha del «crecimiento sostenible» ejemplifica este delirio, ya que «crecimiento» en estos tiempos implica la conversión de la naturaleza en recurso, en producto, en dinero.
Para colmo, esta narrativa dominante facilita la negación del cambio climático, ya que se basa en una teoría científica discutible (como cualquier teoría científica), una que sólo se podrá comprobar cuando ya sea demasiado tarde. Con efectos distantes en el espacio y el tiempo, con causas también distantes, es mucho más fácil negar el cambio climático que negar, por ejemplo, que la caza de ballenas va a terminar con nuestras ballenas, que la deforestación seca la tierra, que el plástico está matando la vida marina, y así sucesivamente. Del mismo modo, los efectos de una regeneración ecológica en un lugar concreto son más fáciles de ver que los efectos climáticos de los paneles fotovoltaicos o turbinas eólicas. La distancia entre causa y efecto es más corta, y los efectos son tangibles. Por ejemplo, donde los agricultores practican la regeneración del suelo, el manto freático comienza a elevarse, los manantiales que estuvieron secos durante décadas vuelven a la vida, los arroyos comienzan a fluir durante todo el año de nuevo, y el sonido de los pájaros y la vida silvestre regresan. Todo esto lo vemos sin necesidad de que nos lo confirmen las autoridades científicas.
Además, si bien la honestidad y la inteligencia de la mayoría de los científicos está fuera de toda duda, la ciencia, como cualquier institución, está sujeta al sesgo de ratificación colectiva que la ha llevado por mal camino en muchas ocasiones. Por ejemplo, hemos sido testigos del reciente colapso de dos ortodoxias de larga duración casi universalmente aceptadas: (1) que el colesterol y las grasas saturadas causan arteriosclerosis, y (2) que la evolución ocurre únicamente a través de mutaciones aleatorias y selección natural (esto fue un dogma incuestionable hasta que se aceptó la transferencia horizontal de genes, la epigenética y la autoedición genética). Tal vez la desconfianza del público hacia la autoridad científica no sea totalmente injustificada, particularmente cuando la ciencia, que más tarde aceptó su error, nos ha garantizado durante mucho tiempo la seguridad de pesticidas, OMG, torres de telefonía celular y diversos fármacos tóxicos. Eso no quiere decir que la ciencia climática esté equivocada, sino que tal vez sea mejor no esforzarse tanto en que el público la acepte, porque desde el paradigma de la Tierra Viva, no es necesario aceptar ninguna ciencia. Tácitamente, las élites atribuyen esta desconfianza hacia la ciencia a la irracionalidad y la ignorancia, y ofrecen remedios condescendientes para corregirla. ¿La moraleja del cambio climático será la de «debimos haber confiado en los científicos»? «¿Hubiéramos puesto atención al maestro?» «¿Tendríamos que haber confiado en que las autoridades científicas nos decían la verdad?»
Muchos en la izquierda sostienen que la ciencia (como institución) es el último reducto de la cordura en una cultura degenerada, un baluarte contra una marea creciente de irracionalidad. ¿Y si es tan defectuosa como nuestras otras instituciones? Si la destronamos como el gran árbitro entre el bien y el mal, ¿cómo asegurarnos de que formamos parte del Equipo de los Buenos, y cómo nos podemos auto-proclamar como los portadores de la luz de la razón en una cruzada contra la ignorancia que amenaza al mundo entero?
Esto no es un llamado a renunciar a la ciencia, sino más bien a regresar a su fuente primordial: la humildad. Liberada de su osificación institucional, la ciencia probablemente anularía muchos de los dogmas establecidos que sus evangelistas proclaman como verdades inexpugnables. No soy el único que ha experimentado cosas que la ciencia juzga como tonterías imposibles, que se ha beneficiado de modos de curación que la ciencia tacha de charlatanerías, o que ha vivido en culturas donde fenómenos científicamente inaceptables son cotidianos. Insisto: no quiero decir con esto que la narrativa del calentamiento global sea incorrecta. No puedo saberlo. Pero tampoco puedo asegurar que sea correcta. Lo que sí creo es que está muy incompleta. Es por eso que me enfoco en lo que sí sé, empezando por el conocimiento directo a través de las plantas de mis pies.
Ese conocimiento me dice que la Tierra está viva. Desde la perspectiva de la Tierra Viva, se generan políticas y acciones que tienen sentido desde cualquier lado del debate climático.
7. Extinción y propósito
La perspectiva de la Tierra Viva reconoce que existe un estrecho vínculo entre los asuntos humanos y los ecológicos. A menudo escucho a gente decir: «El cambio climático no es una amenaza para la Tierra. Tal vez los seres humanos nos extingamos, pero la Tierra sobrevivirá». Sin embargo, si entendiéramos a la humanidad como la creación más querida de Gaia, nacida con un propósito evolutivo, entonces ya no diríamos que la Tierra estará bien sin seres humanos, porque sería como decir que una madre estaría bien si perdiera a su hijo. Obviamente no va a estar bien.
Esta idea del propósito evolutivo, aunque contraria a la ciencia biológica moderna, es la consecuencia natural de concebir al mundo, o al cosmos, como un ser sensible, inteligente y consciente. Plantea la pregunta de por qué estamos aquí. A Gaia le ha crecido un nuevo órgano. ¿Para qué es? ¿Cómo puede la humanidad cooperar con todos los demás órganos –los bosques y las aguas y las mariposas y las focas– para ser de utilidad en el sueño de la Tierra?
No sé las respuestas a estas preguntas. Sólo sé que debemos empezar a hacérnoslas. Es un deber, y no una cuestión de supervivencia. Ya sea como individuos o como especie, siempre vivimos por algo, y si descuidamos ese algo, entonces se nos va la vida, la vitalidad. No estamos vivos sólo para sobrevivir.
No venimos a este mundo sólo para sobrevivir. Ningún organismo en la Tierra está aquí sólo para sobrevivir. Cada uno ofrece sus regalos a todos los demás. Es por eso que un ecosistema se debilita cuando se le sustrae una sola especie. Según la lógica de la competencia pura, una especie debería de estar mejor cuando su competidor se extingue, pero el hecho es que sucede lo contrario. De nuevo, la vida misma crea las condiciones para la vida. Según este principio, los seres humanos están aquí para ofrecer algo al resto de la vida; estamos aquí para servir a la vida. Nosotros como civilización hemos hecho lo contrario durante mucho tiempo. Solamente una revolución total del amor podrá cambiar el rumbo.
En consecuencia, la razón de ser de movimientos como Extinction Rebellion no es solo la supervivencia humana. En gran medida, Extinction Rebellion maneja la retórica de puntos de inflexión irreversibles, de bucles de retroalimentación de metano, de «doce años antes de que sea demasiado tarde», pero me niego a creer que se trata sólo de eso. Como dije al principio: si las temperaturas globales dejaran de subir, la urgencia de la revolución no sería menor.
El escenario que describo a continuación ilustra claramente que el objeto de nuestra lucha no es realmente la supervivencia humana. Una posibilidad más terrible acecha detrás del miedo superficial de la extinción: supongamos que seamos capaces de seguir convirtiendo la Tierra en un estacionamiento, una mina y un vertedero de residuos gigantes. Supongamos que reemplazáramos la tierra por granjas hidropónicas y cultivos celulares de carne artificial. Supongamos que viviéramos nuestras vidas enteras en espacios interiores climatizados. Supongamos que desarrolláramos espejos espaciales que desvíen la radiación solar, máquinas que absorben carbono y productos químicos para blanquear el cielo y controlar las temperaturas globales. Supongamos que continuáramos igual que en los últimos diez mil años, en los que cada generación deja el planeta un poco menos vivo que la anterior. Y supongamos que, como durante los últimos diez mil años, la humanidad siguiera haciendo crecer su riqueza mensurable. Yo llamo a este escenario «el mundo de concreto», en el que la naturaleza ha muerto por completo, reemplazada por la tecnología, y casi ni lo notamos por estar conectados a un sustituto digital artificial de la naturaleza. En este caso lo que se extingue no es la humanidad, sino todo lo demás. ¿Es ese un futuro aceptable?
La supervivencia de la humanidad es el tema central del movimiento para detener el cambio climático. Ahí está el error. Por tres razones: (1) Perpetúa la idea de que la naturaleza está al servicio de los seres humanos, la misma mentalidad que ha facilitado su expolio durante tanto tiempo. (2) Aunque pueda ser diferente en el futuro, la experiencia hasta el momento nos ha demostrado que los humanos sobreviviremos perfectamente aunque todo a nuestro alrededor se muera (cuantos más seres humanos, menos seres de cualquier otro tipo). (3) No es honesto hacer pensar que el tema de la supervivencia humana es central, cuando eso no es lo que nos motiva realmente. Supongamos que la supervivencia humana en un mundo muerto estuviera garantizada: ¿suspiraríamos de alivio y nos uniríamos al ecocidio?
Extinction Rebellion cuestiona (o debería cuestionar) qué mundo queremos. Qué queremos ser. Por qué estamos aquí y para qué servimos. Se trata de dar un giro en el camino y ponerse al servicio de toda la vida.
¿Por qué querríamos estar al servicio de la vida? A diferencia de la supervivencia propia, el deseo de servir a la vida sólo puede venir del amor.
Consideremos una dimensión más de la extinción. Arriba planteé un escenario en el que la naturaleza muere pero la humanidad sobrevive. Sin embargo, simplemente imaginar este escenario implica aceptar como un hecho la separación de la humanidad y la naturaleza. Pero el hecho es que somos inseparables; somos la expresión de la naturaleza. Por lo tanto, en realidad nunca podremos estar bien cuando todo lo demás se está muriendo. Si desapareciera toda la vida menos nosotros, podríamos sobrevivir, pero con cada extinción, con cada ecosistema o especie que desaparece, algo de nosotros mismos también se muere. Si se marchitan nuestras relaciones, nos volvemos menos enteros. Podríamos seguir aumentado el PIB, los kilómetros recorridos, la esperanza de vida, el espacio de piso y unidades de aire acondicionado per cápita, el logro educativo, el consumo total, los terabytes, petabytes y exabytes, y sin embargo, estas cantidades con crecimiento infinito sólo enmascararían y nos distraerían de una espantosa hambre espiritual por lo que ha sido desplazado: conexión y pertenencia, el canto familiar de un pájaro que cada vez es un poco diferente, el olor de la primavera, el milagro de los capullos, el sabor de una frambuesa llena de sol, los abuelos contando historias del lugar que los niños empiezan a conocer, a sentir pertenencia. Con cada paso que damos para adentrarnos en la cámara de aislamiento que nos hemos construido se agudiza más nuestro sufrimiento. Los síntomas de la extinción ya son evidentes en los seres humanos con el aumento de las tasas de depresión, ansiedad, suicidio, adicción, autolesiones, violencia doméstica y otras formas de miseria que ninguna cantidad de riqueza material puede aliviar.
En otras palabras, la disminución de la vida en la tierra encoje nuestras almas. Con cada ser que destruimos, destruimos nuestro propio ser. Desconectados de la red de relaciones íntimas y mutuas, sin participar en la interconexión de la vida, autosuficientes y rodeados de objetos muertos, nosotros mismos estamos menos vivos. Nos convertimos en zombis, y nos preguntamos por qué nos sentimos muertos por dentro. Esta es la verdadera razón de las protestas. Queremos sentirnos vivos de nuevo. Queremos anular la Era de la Separación.
¿A qué o a quién servimos? ¿Qué visión de la belleza nos mueve? Esta es la pregunta que debemos hacernos al atravesar el portal de iniciación que llamamos cambio climático. Al hacer esa pregunta, invocamos una visión colectiva que es el núcleo de una historia común, y de un acuerdo común. No creo que esta historia trate de ese viejo futuro de los coches voladores, sirvientes robot y ciudades burbuja con vistas a un paisaje sucio y estéril. Será un futuro donde las playas estén repletas de conchas y caracolas, donde volvamos a ver miles de ballenas, donde las parvadas se extiendan en el horizonte, donde los ríos corran limpios y la vida regrese a los lugares que hoy están en ruinas.
¿Cómo logramos un futuro así? No lo sé, pero sí puedo decir esto: si la causa de la crisis ecológica es todo, la solución debería involucrar todo. Todos los cuidados son parte del cuidado de la Tierra. Si queremos hacer demandas, o tal vez mejor, propuestas, deberíamos ampliarlas para incluir a todo y a todos los que necesitan cuidados, incluso y sobre todo a los que parecen más insignificantes: los prisioneros, los indigentes, los marginados, los lugares más desolados y las personas abandonadas. La humanidad también es un órgano de Gaia, y la Tierra nunca se sanará sin sanar esta civilización. El clima social, el clima político, el clima de las relaciones, el clima psíquico y el clima del planeta son inseparables. Una sociedad que explota a las personas más vulnerables explotará necesariamente también los territorios más vulnerables. Una sociedad que libra la guerra contra otras personas, una sociedad condicionada a la violencia, hará lo mismo con la Tierra. Una sociedad que deshumaniza a una parte de sus miembros humanos siempre desvalorizará a los seres no humanos. Y una sociedad dedicada al cuidado en cualquier nivel, inevitablemente será cuidadosa en todos los niveles.
Cualquier acto de cuidado, por pequeño que sea, es una oración, una declaración de cómo puede ser el mundo. ¿Seremos capaces de volver a sentir amor por este planeta vivo y adolorido, y canalizar este amor a través de nuestras manos y mentes, nuestra tecnología y nuestras artes, preguntándonos siempre cómo participar en el cuidado y el sueño de la Tierra?